"Dimitir, podemos dimitir todos". La autoría de estas palabras pertenece a Magdalena Álvarez, una de las ministras cuya cabeza ha sido reclamada más veces en los últimos tiempos. "Otra cosa es que lo hagamos" podría ser la continuación de esta máxima. La dimisión del ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo por el escándalo de la cacería con el juez Garzón deja una imagen que, si bien no es insólita, no encuentra demasiados precedentes en la vida política reciente de nuestro país.
En las últimas cuatro legislaturas (incluyendo ésta última recién estrenada), sólo dos ministros han dimitido al verse salpicados por escándalos políticos (otros tantos lo han hecho por motivos personales, de salud o para presentarse a otros cargos). El primero fue el 'popular' Manuel Pimentel, que dejó en 2000 su cargo al frente del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales cuando se descubrió que la mujer del director general de Migraciones dirigía una empresa que había obtenido subvenciones públicas. El segundo, el ministro de Justicia, que arrastraba consigo, además del capítulo de la cacería, el lastre de la huelga de jueces o la ya casi olvidada reforma de su piso a expensas del dinero público.
Lejos han quedado aquellos años turbulentos en los que la gravedad de los sucesivos escándalos políticos y de corrupción vinculados con los gobiernos del PSOE obligaron a abandonar su cargo a ministros como Julián García Valverde (en 1992, por la venta irregular de unos terrenos), a Vicente Albero (en 1994, por no declarar a Hacienda 20 millones de pesetas), a Julián García Vargas y Narcis Serra (en 1995, por las escuchas ilegales del Cesid), a José Luis Corcuera (cuando el Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad de su Ley de Seguridad) o a Antoni Asunción (que sucedió a Corcuera y dimitió por la huida de Luis Roldán tras un corto mandato). El propio Alfonso Guerra tuvo que renunciar a la vicepresidencia en 1991 por los negocios de su hermano Juan.
Desde entonces, aparte de las dos mencionadas dimisiones, los ministros han mostrado un fuerte apego por sus cargos. La reticencia a abandonar el sillón y a depurar responsabilidades se ha manifestado con particular resistencia (y con el consiguiente reproche de sus rivales políticos) en algunos casos. Es el ejemplo de la citada titular de Fomento, Magdalena Álvarez, que se salvó 'in extremis' (con una diferencia de sólo tres votos) de la reprobación parlamentaria por la crisis del AVE en Barcelona. La tormenta política se cernió sobre ella de nuevo este mismo año, cuando una nevada colapsó el aeropuerto madrileño de Barajas.
O de Federico Trillo, ministro de Defensa durante el segundo Gobierno de José María Aznar. Su gestión estuvo marcada por el accidente del Yak-42, en el que murieron 62 militares españoles. Su actuación tras el siniestro y la posterior gestión de la identificación de los cadáveres le costó incluso la imputación en el proceso judicial que finalmente archivó el Tribunal Supremo. Precisamente ha sido Trillo quien ha comparecido hoy, en calidad de portavoz de Justicia del Partido Popular, para celebrar la dimisión de Bermejo y el fin de su "etapa nefasta" ante la indignación de los familiares de las víctimas del accidente.
Mientras, en Estados Unidos, en los primeros quince días de su administración, Obama ya ha visto desfilar a tres de los altos cargos designados: Nancy Killefer, la candidata nombrada para dirigir una nueva oficina para controlar el presupuesto de la Casa Blanca; Bill Richardson, elegido como secretario de Comercio y Tom Daschle, secretario de Estado de Sanidad.
"En el mundo anglosajón existe una mayor predisposición hacia la dimisión, porque las conductas inmorales se perciben como algo directamente incompatible con la ocupación de un cargo público", dice Javier Maestro, profesor de la Universidad Complutense y experto en sistema político norteamericano. Con excepciones como la de Bill Clinton y el escándalo sexual Mónica Lewinsky, que no consiguieron desalojarlo de la Casa Blanca, "en Estados Unidos, los países anglosajones y del Norte de Europa las dimisiones suelen ser fulminantes, mientras que en los países mediterráneos, son más laxas". "En España existe una identificación con la preservación de los cargos que no se da allí y que contrasta con su cultura del rendimiento de cuentas", coincide Jaime Pastor, profesor titular del departamento de Ciencia Política y de la Administración de la UNED.
Pero en nuestro país no sólo somos expertos en apoltronarnos en los cargos públicos pase lo que pase. Pedir la dimisión de políticos sistemáticamente parece haberse convertido en el "deporte nacional", como dice Maestro. "En España se piden renuncias de forma más inmediata y sin haberlo razonado tan fríamente como se hace en Estados Unidos". Se establece así una especie de juego de vasos comunicantes: cuantas más dimisiones y ceses se exigen, menos se producen. Sin ir más lejos, tras conocerse la decisión de la renuncia de Bermejo, la secretaria de organización del PSOE, Leire Pajín, ha apuntado a Rajoy: "Son las 2:25 de la tarde y Rajoy todavía no ha dimitido, a pesar de la que está cayendo". Puestos a pedir...
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