Toda la trayectoria de Bermejo ha estado marcada por la delgadez de la línea que separa lo judicial y lo político, dos registros que responden a lógicas diferentes y que, en muchas ocasiones, han llegado a pisotearse mutuamente. Recuerdo la figura de un juez, alumno de Bermejo en la Escuela Judicial, que no podía hacer otra cosa más que admirar a su profesor: "Es una persona muy inteligente, y a las personas inteligentes hay que guardarles mucho respeto", decía. Sin embargo, la admiración hacia Bermejo le resultaba directamente proporcional a la sorpresa que le causaban algunas de sus decisiones y su incapacidad para el diálogo.
Es ésta una situación que viene de lejos, tal y como se aprecia, por ejemplo, en sus polémicos 13 años de trabajo como fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, de donde fue apartado tras una reforma del Estatuto del Ministerio Fiscal por el 'popular' José María Michavila, tal y como detalla con precisión José Antonio Hernández en 'El País'. Tras una carrera fiscal muy marcada por lo político, Bermejo se hizo con la cartera de Justicia en febrero de 2007, al frente de la cual tampoco ha logrado dar prioridad a la lógica judical.
Es cierto que, desde el anuncio de huelga —surgido el pasado mes de noviembre— Bermejo quiso ofrecer una imagen reformista, de alguien preocupado por la situación de la Justicia, siendo quien más plazas ha creado para nuevos jueces. De ahí que la actividad del gabinete de prensa fuera frenética, enviando continuas notas sobre los avances que había provocado la gestión de Bermejo. Y tal vez fuera cierto. El ministro no hizo menos que otros por reformar la Justicia. Por ejemplo, los Presupuestos Generales del Estado de 2009 incrementaron el dinero para este área en un 6%. Sin embargo, los especialistas ya lo tenían claro en aquel momento: para normalizar la situación de la Justicia "haría falta un crecimiento entre el 12 y el 14% sostenido durante cinco años", nos decía en aquel momento Santos Pastor, catedrático y director del Centro de Investigaciones en Derecho y Economía.
Lo que ocurre es que Bermejo, a pesar de los incrementos presupuestarios, se ha topado con el despertar de una judicatura que había vivido narcotizada, como si viviera instalada en el proceso que ya describió Chuck Palahniuk, en 'Error humano'. "Cuando el problema parece demasiado grande, cuando nos enseñan demasiada realidad, nos resignamos. Eso es la narcotización", decía el escritor estadounidense. Algo parecido a lo que ocurría en una mayoría de tribunales en España.
De este modo, y a raíz del caso del juez Tirado, los integrantes de la judicatura abandonaron esa situación de narcotización y despertaron, alzándose como auténticas figuras mitológicas, ante el miedo a que una situación similar estallara en sus narices. Ahí comenzó la reivindicación de mejora en la dotación de medios, un movimiento que causó sorpresa incluso entre los propios jueces: "De repente, nos dimos cuenta de que podíamos defender nuestros derechos", explicaba una juez poco antes de la huelga. Esta situación ocurrió durante el mandato de Bermejo, y es cierto que la chispa pudo haber prendido en cualquier otro momento. Pero no es menos cierto, según insistían algunos de los jueces que hicieron huelga el pasado día 18, que la actitud de Bermejo no hizo más que avivar las llamas.
Por ejemplo, los jueces criticaron con vehemencia sus reacciones ante los grandes desafíos de la judicatura, decisiones que no hicieron más que encrespar los ánimos. Ocurrió tras la sanción al juez Tirado, cuando Bermejo amenazó de inmediato con una nueva regulación del régimen disciplinario, o el pasado día 18, cuando el ministro anunció una regulación en sentido restrictivo como respuesta a la huelga judicial.
Al margen de la discutible gestión que hizo Bermejo de la huelga —con una mano ofrecía diálogo y con la otra amenazas—, el ministro tomó otras decisiones con anterioridad que no lograron dar una sólida imagen de la separación entre la Justicia y la política. Por ejemplo, promovió una reforma del Código Penal, anunciada a bombo y platillo, con algunos puntos más pegados a lo mediático que a las verdaderas necesidades de la Justicia. Tampoco fue capaz de que el Pacto de la Justicia fuera provechoso, más allá de su utilización para renovar la composición del Consejo General del Poder Judicial, una renovación, por cierto, que estuvo igualmente marcada por lo político, ya que sólo hubo representantes de las asociaciones judiciales más afines a las dos grandes maquinarias políticas.
Otro de los campos de batalla en los que no supo lidiar Bermejo con destreza fue el del modo de acceso a la magistratura, ya que encontró un enorme rechazo a su afán de encontrar un nuevo modelo paralelo a las sacrificadas oposiciones. Las asociaciones judiciales rechazaron de plano esta alternativa. Después de todo esto —el malestar en la judicatura, las amenazas de usar la ley para meter en cintura a los jueces, el insuficiente incremento presupuestario— resulta llamativo que la cacería con el juez Garzón haya sido el detonante de la dimisión del ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo. Finalmente, la política ha sido la encargada de llevarse por delante al ministro, por encima de las reivindicaciones judiciales más legítimas. Y es que ambos registros responden a lógicas diferentes y que, en esta ocasión, han terminado por pisotear a Bermejo.
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