La condición de la mujer musulmana está cambiando. Señalada por Occidente, que la considera sometida al hombre en una cultura machista, se mueve entre su propia religiosidad, busca su espacio y demuestra que no hay una, sino miles de formas de ser musulmana. Así, encontramos verdaderos mitos como Neda y otras mujeres luchadoras en el conservador Irán, féminas tan liberadas como la 'candidata sexy' a las municipales de Marruecos —donde por cierto, se estableció por primera vez en la historia una cuota del 12% de los cargos sólo para mujeres—, o glamourosas y poco corrientes como la ministra francesa de Justicia, Rachida Dati. De hecho, hace tan sólo unos días juraba el cargo —con hiyab incluido— como diputada al Parlamento belga una mujer de religión islámica. Pero todavía queda mucho camino por andar. Incluso en España, donde presumimos de igualdad de derechos y paridad en la vida pública, la realidad no es nada halagüeña para la mujer musulmana. Hablamos durante varios días con algunas de ellas, que nos cuentan sus problemas y las dificultades para una vida pública normalizada en nuestro país.
Trabajo, trabajo y trabajo. O mejor dicho, la falta de él. Todas coinciden en que ahí está el principio de sus problemas. De mujeres musulmanas en la política española —que las hay, pero son muy pocas— ya se verá más adelante, opinan ellas. Todavía tienen demasiados pequeños pasos que dar antes de pensar en diputadas o ministras de su misma religión en la política nacional española (y eso que se calcula que la comunidad musulmana en nuestro país oscila entre 500.000 y 800.000 personas).
Abir, tunecina de 28 años, se mira en el espejo. Se coloca el escote mientras piensa en su pelo. Si no quiere llamar la atención cuando vuelva a su país en unas semanas, tendrá que dejar que le crezcan las mechas cobrizas que lleva, ya que ella no usa el polémico hiyab ni aquí ni allí. Abir lleva cuatro años en España. Vino a estudiar el doctorado con una cuantiosa beca que el Ministerio de Asuntos Exteriores destina a los profesionales más válidos de cada país. Es filóloga, tiene un máster en Derechos Humanos y, además de dominar perfectamente el idioma de la 'antigua metrópoli', habla tan bien el castellano que más de una vez la han confundido con española o latinoamericana.
Ella también piensa que la condición de la mujer en Europa es muy diferente de la de la mujer en su país; le parece que es más libre. Eso sí, subraya que cada país vive una realidad diferente y eso también es aplicable a la igualdad y al género. "Los españoles siempre hablan del machismo del Islam, pero en los países musulmanes hay muchas mujeres que son políticas, juezas y profesionales de todo tipo, incluso presidentas, como en Pakistán o en India, el tercer país con más musulmanes del mundo", señala recordando el revuelo que se formó en España con el nombramiento de una mujer (embarazada) al frente del Ministerio de Defensa.
Su hermana también salió de Túnez hace años destino a Francia —donde Sarkozy ha dicho que prohibirá el burka— para nunca volver. "Ahora ella es francesa; lleva la misma vida que una mujer europea", cuenta. Pero, a pesar de su perspectiva de género del mundo, de la sociedad y de su propia religión, Abir no seguirá sus pasos. No ha encontrado en España lo mismo que su hermana encontró en Francia y se vuelve por donde ha venido porque ella, además, tiene la suerte de contar con una posición social privilegiada. Evidentemente, su realidad es una minoría dentro de la de las mujeres que profesan el Islam residentes en nuestro país.
El espectro es muy amplio, pero si hubiera que definir el perfil más habitual de la mujer musulmana en España, se correspondería con el de una inmigrante marroquí, por lo tanto, árabe, de escasos recursos y en la mayoría de los casos con los papeles en regla. Por lo general, estas mujeres carecen de estudios y tienen problemas para aprender el idioma por una sencilla razón: si no tienen trabajo, su vida social se reduce a su familia —normalmente marido o hermanos— y a su casa. Así, no resultan extraños sus obstáculos a la hora de incorporarse al mundo laboral, aunque esta situación afecta a mujeres de preparación y condición socioeconómica muy dispares.
Más o menos así son las mujeres que acuden a las clases de español organizadas por la Oficina de Derechos Sociales (integrada en la red Ferrocarril Clandestino) del centro social Seco, en Madrid. Me siento con ellas mientras disfrutan de música y un trozo de tarta en la fiesta de despedida antes de las vacaciones. Fátima y Amina (nombres ficticios) me miran con los ojos como platos cuando comienzo a preguntarles. No hablan bien el castellano, pero hacen un esfuerzo por entenderme y explicarse. Las dos no dudan cuando señalan su principal preocupación desde que llegaron a España: aportar un sueldo en casa.
Fátima es la más joven. Su rostro es bellísimo y a pesar de sus escasos 22 años, su mirada transmite calma e inteligencia. Se queja del tipo de empleos que se ven obligadas a aceptar las mujeres de su país, casi todos relacionados con el servicio doméstico. "Yo tengo estudios (además de hablar francés perfectamente y haber aprendido español a pasos agigantados). Me gustaría encontrar trabajo de otra cosa, pero no lo encuentro", cuenta. A pesar de todo, se siente bien en Europa. Cree que es normal que la mujer musulmana todavía no forme parte de la vida pública española, pero siente que aquí puede ser más libre que en su país. "Allí no podemos salir solas a la calle. Siempre tiene que venir un familiar con nosotras", cuenta, y asegura que aquí lleva una vida normal, como todas las chicas.
La realidad de Amina es diferente. No está casada —"estoy buscando marido", me dice entre risas— y además no tiene los papeles. "Las cosas están muy difíciles en España, incluso para los propios españoles. No encuentro trabajo ni siquiera de empleada del hogar porque la gente no tiene dinero para contratar a alguien", analiza. Entre susurros, sus profesoras me ayudan a entender el gran problema de esta mujer que debe andar rozando la treintena. Vive con su hermano, que la protege exageradamente, hasta el punto de que "cambia de canal cuando aparece alguna escena que él considera que Amina no debe ver. Él manda en casa", señalan Merche y Mina, que no sólo dan clase a estas mujeres, sino que se han convertido prácticamente en sus confesoras y confidentes.
Así, las profesoras revelan lo que ellas no quieren contar, como que sus maridos —o hermanos, como el caso de Amina— no les dejan ir solas a clase, sino que las obligan a ir en grupo o ellos mismos las llevan hasta la puerta. Para ellas, esto es lo más normal del mundo, al igual que la negativa de un padre a que su hija de 12 años bailase en la fiesta de la que disfrutan mientras me cuentan su vida. "Le dijo a su mujer —que sí quería que la niña actuase— que en el público iba a haber muchos hombres musulmanes". Tanto Merche como Mina opinan que un trabajo, y la consiguiente independencia económica que adquirirían, les ayudaría a mejorar sus situaciones personales, a veces complicadas por la presencia en casa de más familia, como "sus suegras, que pueden llegar a ser más conservadoras que el propio marido". A Amina, que asegura que no lleva el velo por elección y para encontrar trabajo, su hermano la obliga a llevarlo cuando sale con él.
Las dos voluntarias de Seco creen que el cambio debe hacerse desde el respeto, pero apoyado con políticas públicas. Según ellas, el verdadero mérito de estas mujeres es su capacidad de buscarse su espacio, de hacer grupo con otras mujeres para ayudarse a superar sus problemas y hablar de sus cosas. "Se crea un clima muy especial entre ellas", asegura Mina, mientras contempla cómo se ríen y conversan alegres. Lo cierto es que en España las musulmanas no están especialmente organizadas, aunque no están al margen de la estructura del colectivo islámico. Destaca la emblemática Unión de Mujeres Musulmanas de España , dedicada a reivindicar el activismo feminista dentro del Islam.
El problema es que la preparación y la situación socioeconómica de muchas de estas mujeres las mantienen al margen de los colectivos más militantes. Ellas, mucho más que ellos, compensan este vacío acudiendo a otro tipo de ayuda más directa y cercana. No sólo se interesan más por perfeccionar el idioma como las mujeres que nos encontramos en el centro Seco, sino que están más dispuestas a acudir organizaciones, asociaciones o centros especializados a que les echen una mano a la hora de encontrar empleo o superar sus barreras lingüísticas o de integración. Lo comprobamos tras un rato en la Asociación Solidaria para la Integración Sociolaboral del Inmigrante (ASISI), donde durante toda la mañana prácticamente sólo acuden mujeres.
Hace tan sólo un mes una lista elaborada por la Agencia Europea de Derechos Fundamentales (FRA) y presentada por la Casa Árabe sobre los países del Viejo Continente más discriminatorios con aquellos que profesan el Islam, situaba a España en un vergonzante quinto puesto, sólo por detrás de Malta, Italia, Finlandia y Dinamarca. Según este estudio, el porcentaje de musulmanes que han sido rechazados en nuestro país por su religión llega a ser del 40%.
Sadima, con sólo 20 años, 18 de ellos residiendo en España, da buena cuenta de ello. Aunque lleva más tiempo aquí que en su propio país, no ha conseguido llevar una relación normal de amistad con personas españolas. "Me llaman mora de mierda", relata asegurando que no le importa en absoluto mientras sus ojos se empañan diciendo todo lo contrario. Sólo quiere casarse con un musulmán para formar una familia, superar sus traumas de la adolescencia y encontrar un trabajo lo antes posible. Está a favor del uso del hiyab —"forma parte de mi cultura", asegura—, pero no se lo pone por miedo a ser discriminada al primer vistazo mientras está buscando trabajo.
Lo mismo explica Bea, como la conoce todo el mundo, que no está pasando un buen momento. Con el rictus amargo y atropelladamente explica las continuas vejaciones que ha sufrido desde que llegó a Madrid hace 13 años, después de haber vivido otros tantos en Ceuta. Si en vez de en una sala de un centro social estuviéramos en una terraza cualquiera de Madrid, nadie sabría decir quién de las dos es la española. Luce con estilo unas gafas de sol en la cabeza con las que se sujeta el pelo. Nada de pañuelos. Prefiere no llevar algo que marque la diferencia.
Bea reconoce que después de 26 años fuera de su país, Marruecos, no sabe muy bien cuál es la realidad de las mujeres allí. A pesar de todo, si no fuera por el trabajo, volvería sin dudarlo. Pero su realidad es la que es y Bea es consciente de que es necesario normalizar la situación de los musulmanes en España, sobre todo de las mujeres. "¿Por qué no puede ser aquí como en otros países europeos como Francia o Bélgica, donde hay muchos musulmanes y musulmanas en la política?", se pregunta citando los casos de la diputada belga y el de Dati. Y eso que con esta última tiene muy poco en común. Ferviente religiosa, a Bea, de mediana edad, no le da vergüenza reconocer que es virgen, ya que todavía no se ha casado, una elección vital muy diferente a la de Rachida Dati, que no sólo no está casada, sino que es madre soltera.
Tener un hijo sin estar casada es prácticamente una quimera para la mayor parte de estas mujeres, pero no sólo por sus creencias religiosas, sino por su situación económica. Nos lo cuenta Farhannah, que acaba de aterrizar en Madrid tras separarse de su marido, con quien vivía en una localidad catalana hasta que la situación entre ellos se hizo insostenible. Según ella, vivir sin marido es muy complicado para las mujeres en su situación, "tanto en España como en Marruecos". Su español es tan precario que a duras penas es capaz de tejer una sola frase. Amira, una de las mediadoras interculturales de ASISI, nos sirve de intérprete. A través de ella, Farhannah explica cómo ha empezado una nueva vida sin trabajo, sin conocer el idioma y con el apoyo de algunos familiares residentes en Madrid.
Farhannah, que apenas lleva un año en España, sigue usando el velo. De momento no quiere quitárselo, pero es posible que tenga que hacerlo. "La mayor parte de esas mujeres lo acaba haciendo porque si no no encuentran trabajo", señala Amira. Ella tampoco lo lleva. Viste una camiseta hippy y unos vaqueros y luce una larga melena rizada. Le pregunto y sonríe: "Lo he elegido así".
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