"Las elecciones iraníes han afrontado una guerra psicológica de los medios internacionales. Os equivocáis y hacéis informes equivocados que entregáis a vuestros gobiernos, que les hacen equivocarse. Tenéis que cambiar vuestra visión. Tenéis que dejar de repetir los errores del pasado ya que 40 millones de personas han votado y me apoyan". Así nos leyó la papeleta el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad a los 250 periodistas extranjeros hostiles que asistimos a su rueda de prensa del pasado domingo.
El caso es que no muchos le hicieron caso y por eso, para protegerse de nuestros errores, dos días después decidió anular la acreditación de prensa que previamente había otorgado a todos los medios extranjeros para poder trabajar libremente en el país. Ello, pese a que el estado iraní había montado un lucrativo negocio con la cobertura de las elecciones por parte de los periodistas foráneos.
Conseguir un visado para Irán, ya sea de turista o de periodista, no es fácil. Requiere semanas de gestiones burocráticas, estériles llamadas a la embajada y, finalmente, pagar por ello. Y éste es sólo el primer paso. Una vez en el país hay que volver a acreditarse en el Ministerio de Información. En el proceso intervienen unas agencias de prensa que facilitan el trabajo de la prensa extranjera. Hace apenas cinco años estas agencias no existían pero ante la expectación creciente que ha despertado Irán en el mundo en los últimos años, el Gobierno decidió externalizar dichos servicios para así poder cobrarlos. Todo son ventajas. Aparte de tener que pagar por cada día de trabajo, la agencia propone un guía oficial para que el periodista no cometa errores como hablar con quién no se debe. Pero esto no es obligatorio, ya que con algún contacto, uno puede —por suerte— contratar a su propio traductor.
Una vez realizados los pagos correspondientes, ya se puede empezar a trabajar. Los días previos a las elecciones fueron una balsa de aceite. Total facilidad de movimiento, entrevistas con opositores y toma de imágenes de cualquier acto —legal o ilegal— . La celebración de los comicios y el inicio de las protestas dieron un vuelco a la situación. En los enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y los manifestantes, las cámaras se convirtieron de golpe en objetivo de la Policía. La imagen del país estaba en juego. Prohibido grabar, y mucho menos emitir. La censura llegaba incluso a las transmisiones. La televisión estatal, que gestiona la señal, decidía aquello qué los periodistas extranjeros podían enviar a sus redacciones y qué no. Para evitar fugas, la banda ancha de internet se redujo a la mitad, un hecho que convertía en una odisea colgar cualquier vídeo o foto en la red. Asimismo, misteriosamente, en las horas en que se producían las manifestaciones, los teléfonos móviles perdían toda la cobertura hasta bien entrada la noche.
Con las primeras protestas llegaron también las primeras detenciones —momentáneas— y expulsiones (eso sí, nada comparado con la represión que sufrieron los manifestantes). La labor de informar se convirtió en un acto ofensivo para el régimen que creó un estado policial y parapolicial alrededor de las marchas. De ahí que los iraníes de a pie se convirtieran con valor —y no sin riesgo— en periodistas. Con sus propios móviles fueron ellos quienes registraron y explicaron al mundo lo que sucedía en las calles de su país. Las autoridades ya habían presentado el trabajo de la prensa internacional como el germen de la revuelta. "Todas las representaciones de los medios extranjeros deben evitar cualquier actividad periodística sin coordinación y sin permiso de la oficina general de los medios de comunicación extranjeros y de Guía Islámica", rezaba el comunicado por el cual las acreditaciones de prensa quedaban invalidadas. El texto dejaba claro que el Gobierno ya no se hacía responsable de su seguridad, una velada amenaza ante la impune presencia de los basijs —milicia religiosa— en las calles. Los visados concedidos tampoco serían extendidos y el Ministerio ya no dispensaría ningún permiso para salir de Teherán.
El periodista no debería ser nunca noticia. Y en este caso muchos menos el extranjero, que apenas sufrimos una decena de días los suplicios de trabajar en Irán. Quien realmente se juega la vida y lucha por su libertad a diario son los periodistas iraníes que deben sortear la censura, las detenciones y los cierres constantes de los periódicos más progresistas. Durante esta misma semana, la Policía ha irrumpido en sus redacciones y ha eliminado contenidos molestos. Además, varios periodistas fueron arrestados y diez de ellos permanecen en paradero desconocido. Ellos son quienes confieren con su coraje y sacrificio verdadera entereza a la profesión.
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