¿Pone la política europea de lucha contra el cambio climático en peligro la competitividad de la industria del continente? Y si lo hace, ¿a quién y de qué manera? No es éste un tema baladí. De hecho, las reticencias que muestran numerosos países a un mayor compromiso, o en ocasiones a algún compromiso en este campo, se basan en una medida importante en este tipo de consideraciones. Y aún cuando personalmente creo que, a menudo, estas preocupaciones son exageradas, me parece también injusto y estúpido ignorarlas sin más.
Me centraré aquí en el campo que me es más familiar: el de la energía. Hablando en términos muy generales, hay dos tipos de instrumentos que los gobiernos emplean. Por una parte, se conceden subsidios a la instalación de fuentes de energía renovables así como, en mucha menor medida, la investigación sobre las mismas. Por otra parte, se hace que los agentes sufran un coste por emitir gases de efectos de invernadero. Es decir, que el que contamine pague. Como el daño ambiental que causa un kilogramo de CO2 es el mismo provenga de una planta eléctrica, de una cementera o de un coche, el coste debiera idealmente ser el mismo en los tres casos. Pero realmente no lo es.
El sistema europeo de comercio de emisiones intenta que al menos lo sea para las grandes instalaciones industriales, lo que incluye las centrales eléctricas. Lo que se hace es crear "derechos", es decir, papeles que autorizan a emitir una tonelada de CO2. El total de derechos iguala al total de emisiones deseadas. Estos derechos se pueden comprar y vender, por lo que surgirá un mercado y un precio. Cualquier empresa valorará estos derechos al precio que resulte de este mercado, y esto independientemente de que se lo hayan dado gratis o no. Si no se lo han dado porque ha de comprarlo. Y si se lo han dado porque ha de renunciar a venderlo. Lo cual es natural: el valor que tienen mis zapatos es independiente de que me los haya comprado o me los hayan regalado estas Navidades. Dicho esto, a todos nos gusta que nos hagan regalos…
Es bueno que haya un precio, ya que la experiencia muestra que el mejor incentivo para actuar es que no hacerlo tenga un coste. Pero plantea un problema cuando se considera el comercio entre países o regiones donde el precio existe y aquellas en que no. Producir en estas últimas es obviamente más barato, por lo que cabe esperar que la producción tienda a desplazarse a estas regiones más baratas. Este desplazamiento puede ocurrir de muchas formas: la compañía en la zona de alto coste se arruina al no poder competir con la de bajo, una multinacional cierra su fabrica en la región de alto coste y amplia la de la de bajo coste, los inversores no consideran fábricas nuevas en la región de alto coste…El resultado final podría ser incluso ambientalmente dañino si la tecnología que se emplea en la región barata es menos eficiente que la de la cara: se emitirán más gases de invernadero por unidad de producto.
Dar sin más derechos de emisión a la empresa de la zona cara es lo mismo que darle un subsidio por el valor de los mismos, ya que puede comprar y vender los derechos que quiera en el mercado. Con el añadido de que si se quieren dar los mismos derechos totales, hay que determinar a quien no se los doy. Además, el subsidio debe ser periódico y condicionado a la permanencia, si ha de servir para algo. Pero esta política tiene el inconveniente de que en la misma medida que elimina los costes de las emisiones elimina también los incentivos a evitarlas.
Una posible solución, que gente como el popular premio Nobel Joseph Stiglitz ha divulgado, es la de imponer un impuesto especial de importación proporcional al dióxido de carbono emitido al fabricar en un determinado producto. Es decir, si se importa un traje de China, que tiene muchas centrales eléctricas de carbón, se multiplicaría una estimación de la energía requerida para hacer el traje por el dióxido de carbono que se emite en China para producir esa energía. Este dióxido de carbono "virtual" en el traje se multiplica por un precio del CO2 para obtener el impuesto de importación que se aplica a los trajes chinos. Si se importara de Brasil, cuya electricidad es casi totalmente de origen hidráulico, el impuesto sería mucho menor. Sin embargo, llevar estos esquemas a la práctica requiere tanto una cuidada atención a los detalles (no es obvio el carbono "virtual" de la mayor parte de los productos) como la superación de los posibles obstáculos legales que pudieran suponer los actuales tratados comerciales, y muy en particular el régimen centrado en torno a la Organización Mundial del Comercio.
En cualquier caso, es en este contexto donde cabe interpretar noticias como la publicada hace unos días por El País que hablaba de la venta de derechos concedidos a empresas ladrilleras, cementeras y azulejeras, en gran medida comprados por la industria eléctrica. En efecto, al disminuir la actividad constructora, muchas de estas empresas venden los derechos que se les concedieron en mejores tiempos y que ahora no van a utilizar. Esto no es un fallo del sistema: las emisiones totales serán las que se asignaron. Es quizá un fallo del gobierno, que concedió demasiados derechos. Aunque, para la economía del país, quizá no sea tan mala noticia que el coste de la electricidad baja debido a la crisis inmobiliaria. Pero si, cuando suba el precio del CO2, porque se recupere la actividad o se reduzca el nivel total de emisiones, estos productos se comienzan a importar de Marruecos o Argelia, entonces quizá tengamos un problema.
*Julián Barquín, profesor en la Escuela de Ingeniería (ICAI) e investigador del Instituto de Investigación Tecnológica (IIT) de la Universidad Pontificia Comillas.(Las conclusiones y puntos de vista reflejados en este artículo son responsabilidad únicamente de su autor y no representan, comprometen, ni obligan a las instituciones a las que pertenece).
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