Cada vez son más comunes los sistemas para reducir la contaminación a través del comercio, por ello creo interesante reflexionar sobre los aspectos éticos de la compraventa de emisiones.
Si hacemos caso a lo que nos dice la Comisión Europea, este mecanismo va a ser el utilizado para reducir las emisiones de CO2 en Europa por lo menos hasta el año 2020. También en los Estados Unidos, todas las propuestas que tratan de reducir la contaminación utilizan este instrumento. Así que mejor tener las ideas claras sobre el mismo.
Aunque antes de nada, posiblemente tendríamos que ponernos de acuerdo sobre si es ético contaminar. Aquí supongo que lo que nos sale a todos es decir que no, que contaminar es un pecado (según el Vaticano), o un delito, o algo malo moralmente y que por tanto debe ser rechazado.
Pero por otra parte, quizá cuando decimos esto estamos pensando en grandes contaminaciones (estilo Aznalcóllar o Chernobyl), y no en lo que sale del tubo de escape de nuestro coche, o de las alcantarillas de nuestra casa, por ejemplo. Como bien dice Lovelock en su famoso libro Gaia, la contaminación no es un producto de nuestra poca moralidad, sino que es una consecuencia inevitable de nuestra existencia. Y todos nuestros actos implican cierto grado de contaminación. Así que, si rascamos un poquillo, supongo que la conclusión a la que llegamos es que contaminar sí, pero lo justo y necesario. Y que por tanto, lo que debemos castigar o perseguir por éticamente inaceptable es la contaminación por encima de unos límites considerados razonables.
Pues bien, aquí justamente es donde se sitúan herramientas como el comercio de permisos de contaminación (cuando la contaminación es atmosférica, como el SO2 o el CO2 se suele llamar comercio de emisiones). Este es un instrumento por el cual, y esto es muy importante, primero establecemos un límite a la cantidad permitida de contaminación, luego la dividimos en pequeñas partes (permisos de contaminación) que repartimos entre las empresas, o los consumidores, o quien esté obligado en conjunto a no superar esta cantidad de contaminación, y por último permitimos que se intercambien entre sí (a un precio, claro).
Con esto lo que conseguimos fundamentalmente es que, al que le cueste más reducir su nivel de contaminación, pueda "comprar" esa reducción a otro al que le salga más barato hacerlo. El que compra el permiso podrá contaminar más, pero el otro contaminará menos. Al final, la cantidad total de contaminación será la máxima permitida, pero a un coste mínimo para todos. Si no permitiéramos intercambiar los permisos, el nivel de contaminación sería el mismo, pero nos costaría más a todos. Esto último tiene su gracia, porque si ahorramos dinero aquí, lo podremos gastar en otras cosas más interesantes para la sociedad, y creo que no hace falta que ponga ejemplos.
Hay gente que dice: pero es que no podemos dejar que haya algunos que sigan contaminando simplemente a cambio de pagar dinero. Y que esto además no es justo, porque los más ricos podrán contaminar más, ya que tienen más dinero para pagar. Frente a estos argumentos, lo que hay que recordar son dos cosas: primero, que la cantidad total de contaminación es la misma, o menor que antes, con lo cual hay una mejora cierta en el medio ambiente; y segundo, que no son los más ricos los que contaminarán más, sino aquellos a los que les cueste más reducir.
Por muy rico que sea uno, y salvo que sea estúpido, si por sus circunstancias le resulta más barato dejar de contaminar que a otro, preferirá hacerlo y venderle a ese otro su permiso de contaminación. Esto, por si alguien se despista, no tiene nada que ver con si el medio ambiente se puede expresar en valores monetarios o no (objeto de otra polémica muy interesante que podemos dejar para otro artículo), sólo tiene que ver con el coste de reducir la contaminación (instalando equipos menos contaminantes o renunciando a realizar ciertas actividades).
Finalmente, otro argumento habitualmente utilizado es que, cuando se usa este tipo de sistemas, al final los consumidores tienen que pagar más, ya que las empresas internalizan el coste de comprar los permisos necesarios en el precio de los productos. En cambio, cuando el Gobierno impone un límite a la contaminación para las empresas, o estándares de tecnología, no tenemos que pagar nada. O tampoco tenemos que pagar nada cuando las reducciones de contaminación se consiguen con subvenciones.
Desgraciadamente, este argumento es falso: cuando el Gobierno impone límites o estándares, a las empresas les cuesta dinero alcanzarlos y ese dinero lo recuperan vía precio de sus productos. O cuando se les subvenciona que no suban el precio, lo pagamos todos vía impuestos. Además, hay otra ventaja adicional del comercio de permisos: hace que aflore un precio por contaminar, con lo que da una señal clara y transparente de que el que contamina paga.
Hay otros aspectos más o menos importantes según los casos, que pueden repercutir en la "moralidad" del sistema que he descrito: si los permisos se regalan a los contaminadores o se subastan (con lo que hay transferencias de dinero entre gobiernos y empresas); si son las empresas o los consumidores los que tienen la obligación de reducir su contaminación (por mucho que les pese a algunos, al final son siempre los consumidores los responsables…).
Pero creo que, en cualquier caso, la conclusión final es lo suficientemente general: si estamos de acuerdo en que hay que permitir una cierta cantidad de contaminación, y que lo mejor es que los costes de lograr la reducción necesaria de contaminación sean lo menores posibles para poder dedicar nuestro escaso dinero a otras cosas, los sistemas de comercio de permisos de contaminación no son sólo éticos, sino muy deseables.
*Pedro Linares es profesor de la Universidad Pontificia Comillas y miembro de la Cátedra BP de Desarrollo Sostenible.(Las conclusiones y puntos de vista reflejados en este artículo son responsabilidad únicamente de su autor y no representan, comprometen, ni obligan a las instituciones a las que pertenece).
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