Los críos son su talón de Aquiles. Si existe alguna prueba de que Obama es de carne y hueso, hay que buscarla en sus encuentros con los más pequeños. Salta a la vista la distancia emocional que se interpone entre ellos. Los coge, sonríe con frialdad y trata de apartar su cara de la de los menores como si temiera que le vomitaran encima o se materializara el babeo de todo un auditorio. El involuntario gesto de desagrado le humaniza. Vaya, al hombre perfecto sólo le gustan sus niñas, el resto le provoca cierto repelús. Hasta eso, resulta comprensible.