Una abuela-madre que no llegó a ver el triunfo -murió el día antes de las elecciones-, una mujer enérgica que se aleja de la estereotipada imagen de las primeras damas, dos niñas adorables a las que papá se come a besos e ingentes cantidades de naturalidad y amor en sus relaciones a pesar de los cientos de cámaras que podrían corromper los gestos. Obama, es siempre Obama. Ya sea sentado en un banco entre los dos ancianos con los que se crió cuando aún ni tan siquiera soñará con este presente, o junto a Malia, de 10 años, y Sasha, de 7, recorriendo los últimos actos de campaña o hundiendo los labios en el cabello de Michelle, su esencia resulta inalterable. Todos sus gestos parecen tan auténticos, cero adulterados, que no es difícil identificarse con él. No hay nada más antinatural que un político besando a su mujer. Obama estrecha a la suya contra su cuerpo con una combinación de cariño y sensualidad que convence.