DADAAB (KENIA).- Bajo un sol abrasador, medio centenar de personas hacen cola en el campo de refugiados de Dadaab (Kenia) ante una oficina cerrada pese a ser viernes. Esperan a recoger unas cuantas ramas con las que reforzar las chozas en las que viven desde que abandonaron sus hogares en Somalia tras el estallido del conflicto a principios de los noventa. En un perfecto italiano, heredado de la época colonial, Yussuf Mohamed, de 61 años, rememora, apoyado en su bastón, la falta de seguridad que le llevó a abandonar su país hace 13 años. "Sin Gobierno, con el país hundido en el caos, no se podía vivir", afirma.
Caos. Esta es la palabra con que los medios de comunicación resumen habitualmente las casi dos décadas de conflicto en Somalia. Una sencilla simplificación ante la maraña de siglas y facciones que han protagonizado esta guerra, tan longeva como difícil de explicar. Y es que para comprender lo que sucede hoy por hoy en el cuerno de África resulta clave echar la vista atrás: su historia como colonia, el posterior régimen filocomunista de Siad Barre y, sobre todo, la idiosincrasia de la sociedad somalí, en la que el clan es la base de las relaciones sociales.
Somalia es un país étnicamente homogéneo, con una sola lengua y una misma religión, el Islam. Una uniformidad que no haría pensar en una sociedad muy dividida. No obstante, hay grietas, y la clave está en los clanes. Se estima que hay seis grandes clanes en el país, que a su vez se dividen en subclanes y cada uno de ellos en varias ramas. Un modelo organizativo que abarca tanto lo social como lo económico, y que funcionó y no fue discutido hasta la colonización de la región. Británicos e italianos la ocuparon a finales del siglo XIX, y no fue hasta 1960 que logró su emancipación y constitución como República de Somalia.
Pero mientras la corona británica respetó la organización por clanes como vertebradores de la sociedad, las autoridades del país transalpino impusieron un nuevo modelo de poder que desplazó al de los clanes. Cuarenta años después aún se vislumbran las consecuencias de estos modelos dispares. Mientras el norte de Somalia —la parte británica— ha experimentado una cierta estabilidad tras el estallido del conflicto, el centro y el sur del país —donde está la capital, Mogadiscio, y que fue territorio italiano— han vivido las últimas dos décadas entre eternas batallas. Enfrentamientos que han hundido el Estado y han provocado más de un millón de desplazados.
Hoy cerca de 300.000 de estos somalíes viven hacinados en los tres campos de refugiados (Ifo, Hagadera y Dagahaley) que conforman el complejo de Dadaab. La vida en este campo de Kenia es difícil e incierta, pero al menos han dejado atrás "los tiroteos como banda sonora del día a día", comenta Mustafa, un cuarentón que llegó con su familia hace dos años a esta región. Sentado en el suelo de su hogar, hoy una polvorienta tienda de campaña con el logotipo de ACNUR, alaba la estabilidad del régimen de Siad Barre.
Este general somalí se hizo con el poder tras un golpe de Estado en 1969. Le habían precedido nueve años de ineficaces gobiernos tras la independencia. Durante la primera etapa de su ejecutivo, según cuenta Mustafa, "los somalíes vivieron en buenas condiciones y no había conflictos entre clanes". La situación se fue torciendo con el paso del tiempo. Pese a propugnar de palabra el fin de las divisiones y diferencias entre clanes, el trato de favor que Barre concedía a los de su propio clan fue el detonante para el posterior conflicto, reconoce Yussuf Mohamed.
Este refugiado, originario como Mustafa de la localidad portuaria de Kismanyo, explica su marcha de Somalia en 1996, durante los primeros compases del conflicto. En su país natal trabajaba como pescador hasta que una bala disparada por un bandido que intentó atracarlo le atravesó el omóplato y decidió partir hacía Dadaab, junto con su mujer y sus cuatro hijos.
Somalia no ha conocido un Gobierno estable, con control sobre todo el territorio, desde la caída de Barre. La alianza de milicias que derrocó al general en 1991 se descompuso ipso facto, iniciando una lucha por el poder que aún pervive. Los denominados 'señores de la guerra' —eminentemente militares y hombres de negocios— entraron en escena y cada cual empezó a defender su pequeña porción de territorio. "Se luchaba en cada calle", comenta resignado Yusuff. La guerra se extendió como una balsa de aceite. De las milicias originales comenzaron a surgir más grupúsculos armados, a las órdenes de oscuros personajes, cuyas alianzas variaban de un día para otro. "Los que hoy luchan son los de siempre pero con distintas camisas", explica un clarividente Mustafa.
Y los que hoy luchan lo hacen bajo la bandera del Islam. A mediados los años noventa la corriente islamista empezó a cuajar entre la población, dada su eficaz gestión y la alta cuota de seguridad ciudadana lograda en algunos municipios del país. Poco a poco, las milicias islámicas fueron ganando fuerza y en 2006 la Unión de Tribunales Islámicos (UTI) se hizo con el control de buena parte de Somalia, llegando incluso a la capital. Se vivieron entonces los primeros seis meses de paz desde que estallara la guerra.
Mustafa recuerda esos meses como un tiempo de calma. "Los Tribunales mantuvieron la seguridad y los recursos en la comunidad, defendían a la gente, fue un buen Gobierno". Duró poco. Las acusaciones de terrorismo por parte de EEUU y su aliado en la región, Etiopía —que temía que la influencia islámica se extendiera a su país y lo desestabilizara— forzaron otra vez la maquinaria de guerra. El mismo año, Adis Abeba invadió el país y acabó con el gobierno.
Durante un bombardeo en la capital, Habiba Adan perdió a uno de sus hijos y de otro nunca volvió a saber. Tras ello, en agosto de 2008, la joven de 28 años cruzó junto a su marido y sus otras dos criaturas la frontera con Kenia. Tras la derrota, los Tribunales perdieron peso y lo han ganado grupos más radicales. El más conocido Al Shabab, que propugna una aplicación estricta y literal de la 'Sharia'. Habiba narra como "cortan una mano y un pie a los ladrones, y te quitan un ojo si consideran que has mirado a quién no debías. Por el contrario, el Islam es una religión que no se basa en el castigo, sino en la pedagogía. Una religión de paz que prohíbe matar", sentencia.
Desde el inicio del conflicto, con la mediación de la comunidad internacional, se han llevado a cabo catorce intentos para alcanzar la paz. Ninguno ha fructificado, ya sea por el desinterés de algunos 'señores de la guerra' o por la intervención de terceros países (como es el caso de Etiopía). El Gobierno Federal Transitorio de Sharif Sheik Ahmed apenas controla las cuatro calles que rodean el palacio presidencial, en Mogadiscio. Y, mientras tanto, la población de a pie sigue huyendo de las balas en un país fuertemente armado.
En Dadaab, en cambio, el significado de caos es otro. Hoy el trabajador de la oficina que patrocina la Unión Europea y que debe suministrar las ramas para sus cabañas a los refugiados no se ha presentado y todos deberán volver otro día. Aunque las primeras lluvias de la temporada no esperan. En esta región de Kenia, los enfrentamientos entre clanes tampoco tienen sentido. "Las relaciones aquí van más allá de los clanes. Con la actual situación, todos los somalíes, estemos aquí o allá, somos refugiados", concluye Mustafa.
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