DADAAB (KENIA).- La escasa hora de avión que separa Nairobi, la capital keniana, de la región de Dadaab no sólo refiere a una distancia temporal y espacial. Separa también dos de las muchas áfricas que existen. La cosmopolita, sustento económico del continente, y la de las guerras olvidadas. Ya lo decía el maestro del reporterismo moderno Ryszard Kapuscinski al inicio de Ébano:
África es demasiado grande para describirla. Es todo un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y de una riqueza extraordinaria. Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos ‘África’. En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe.
El pequeño avión que dos veces a la semana fleta ACNUR (la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados) desde Nairobi aterriza en una pista de arena en medio de una árida estepa desde la que no se adivina ningún resquicio de vida en kilómetros a la redonda. Tras descender la escalerilla, Dadaab recibe al visitante con una bofetada de calor. El aire pesa y la ropa se pega a la piel como otra dermis. Los poros empiezan entonces a supurar.
Por el camino que sale del rudimentario aeropuerto, y cuando se disuelve el polvo de los vehículos del convoy que transporta a los recién llegados, aparecen las primeras viviendas. Paredes hechas de ramas y bidones de gasolina aplastados y techos de lona de plástico. Los edificios grises y de cemento armado que pueblan la capital han quedado atrás.
Dadaab es un pequeño pueblo en medio de la nada donde los habitantes locales conviven desde hace casi veinte años con los campamentos de refugiados. En 1991 ACNUR convirtió esta cálida tierra en el hogar de aquellos que huían de la guerra que acababa de iniciarse en Somalia, donde una coalición de «señores de la guerra» logró derrocar al régimen dictatorial de Siad Barre que había llegado al poder en 1969 tras un golpe de estado. Tras la caída de Barre, la alianza se descompuso y comenzó la lucha por el poder entre clanes lo que acabó con la ya de por sí débil unidad del país y el estado. Además, varios grupos armados islamistas han ganado peso en la disputa por el territorio llegando a controlar diversas zonas del país.
La huida masiva de un conflicto que todavía hoy prosigue ha triplicado las previsiones iniciales. Tres campos (Dagahaley, Ifo y Hagadera), a escasos 10 kilómetros del municipio donde encuentran las oficinas de las organizaciones humanitarias, albergan hoy a las más de 300.000 personas que han cruzado la frontera —a sólo un centenar de kilómetros— desde entonces. La huida masiva de un conflicto que todavía hoy prosigue ha triplicado las previsiones iniciales. Superpoblación, escasez de recursos y sequías, un combinado explosivo que dibuja sobre el campo de refugiados más grande del mundo una amenaza sanitaria de enormes proporciones.
A ello se suma la época de lluvias, que estos días empieza a asomar. Las gotas golpean con fuerza el techado metálico de las cabañas del campamento que cobija ONG, autoridades locales y puntualmente algunos periodistas que visitan la zona. En apenas unos minutos, una gran nube negra ha cubierto el cielo y la tierra rojiza ha convertido en un barrizal las calles del pueblo. El olor a tierra húmeda lo inunda todo.
En media hora, la lluvia cesa pero muchas de las chabolas del campo de refugiados ya estarán encharcadas: un nuevo foco, las aguas estancadas, de enfermedades, como el reciente brote de cólera. Mientras, en Dadaab, la noche empieza a caer y todos los insectos y bichos vivientes, que durante el día se resguardan del asfixiante calor, salen de sus madrigueras e inician su jornada. Es otra de las áfricas.
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