En estos días se está hablando mucho de varias cosas relacionadas con los menores y con el sexo. Estos dos conceptos no deberían mezclarse nunca con el concepto de adulto, más que como educador y garante de la seguridad de aquellos. Bien sabe Roman Polanski que olvidar la responsabilidad que todo adulto tiene respecto a los niños y adolescentes puede salir caro. Desde luego, la niña que cayó en su burda trampa hace ya décadas, pagó también un alto precio por su ambición y por su ingenuidad. Yo no dejaría de pedirle cuentas a sus padres por no haberla educado en la precaución, o simplemente por no haberla acompañado, a sus 13 añitos a una sesión de fotos.
El artista Richard Prince está siendo objeto de una polémica por la exibición de una foto (que no hizo él) de Brooke Shields con 10 años desnuda, en actitud provocativa e indudablemente manipulada por unos padres, un fotógrafo y una publicación poco escrupulosa.
En el Reino Unido se está debatiendo acerca de hasta dónde debe llegar la protección de menores en lo que se refiere a la fotografía. La tendencia de muchos, llevados por el pánico antipederastia, es a la hiperprotección indiscriminada, llegando a fiscalizar los más íntimos aspectos de la vida cotidiana. En aras de la seguridad de nuestros menores, hay cada vez más voces que reclaman una prohibición casi total en lo que se refiere a fotografíarlos.
Prohibido hacer fotos en los colegios. Prohibido hacer fotos en el parque. ¿Hasta dónde se pretende llegar? ¿Podré hacerle fotos a mi hijo en su fiesta de cumpleaños, o tendré que pedir una autorización escrita a los padres de todos sus amigos? ¿Podré hacerle fotos a mi hijo en el parque de atracciones? ¿Estará permitido hacer una foto de mi hijo haciendo castillos de arena, mostrando impúdicamente sus carnes infantiles? ¿Me detendrá la policía si saco mi peligrosísima cámara de fotos en una playa? No, no estoy exagerando. Ya me ha pasado.
Hace años asistí a un taller fotográfico de Alex Webb en Cádiz. El fotógrafo daba clases y pedía a los asistentes que saliéramos a la calle cada día a disparar fotos de cualquier tema de nuestra elección, para luego debatirla en clase. Un método del todo común y habitual para este tipo de talleres. Yo había decidido fotografiar a un grupo de vagabundos que habitaban en la playa de la Caleta. Así que cada día pasaba con ellos entre 3 y 4 horas. Yo les llevaba cerveza y ellos me dejaban hacer mi trabajo. Ese era el trato.
Un día, al volver de mi estancia playera, se me acerca un policía y me pide la documentación. Yo, que iba en bañador y con la cámara nada más, no llevaba el DNI conmigo. Así que me dijeron que tenía que acompañarles al cuartelillo a comprobar mi identidad. Yo pensé: '¿me harán una prueba de ADN? ¿cómo se comprueba que una persona es quien dice ser?' Al margen de este detalle, les pregunté cuál era el motivo que les había llevado a fijarse precisamente en mí para pedirme la documentación.
Y ahí va la bomba atómica: un hombre de los que estaban tomando el sol en la playa les había llamado para denunciar la presencia sospechosa de un hombre (yo, claro) que hacía fotos, quizás con intenciones pervertidas. Una denuncia anónima es suficiente para que recaiga sobre mí la durísima sospecha de perversión pedófila. Ojo, que estas cosas se le quedan a uno pegado para siempre. Como en los mejores tiempos de la URSS, los ciudadanos pueden, anónimamente, es decir, sin ningún compromiso ni responsabilidad hacerle perder el tiempo a la policía y a mí. Porque yo no estoy en contra de denunciar movimientos sospechosos. De lo que estoy radicalmente en contra es de que no te cueste nada hacerlo. De que puedas hacerle una faena a alguien mientras te tomas una cervecita en el chiringuito.
Una vez en el cuartelillo le pregunté al comisario si yo podía denunciar, en contraprestación, al hombre que me había denunciado. El comisario, medio impaciente, medio divertido, me preguntó que de qué le quería denunciar. Le dije que tenía le sospecha de que ese padre tan cívico, estaba mostrando a su hijo semidesnudo en público y que quizás se estuviera lucrando con ello. Total, denunciar es así de sencillo, basta sospechar cualquier majadería, tener pinta de persona normal y lanzar una piedra.
La locura ultraprotectora está sirviendo de excusa para que paranoicos, estresados y aburridos ciudadanos den rienda suelta a sus sueños estalinistas. Alexander Solzhenitsyn, en Archipiélago Gulag cuenta, con todo detalle, el infierno de una sociedad en la que cada vecino hace de espía de un gobierno esquizofrénico. Una sola palabra dicha sin cuidado se puede convertir en un infierno administrativo para el acusado.
Como a todo el mundo parece gustarle arremeter contra los fotógrafos-asesinos de Lady Di, lo que les faltaba era la cobertura legal para hacer de nuestro mundo un laberinto histérico en el que se confunde la gimnasia con la magnesia y en el que la gente pulsa el botón de alarma cuando ve una vela encendida.
Claro que hay que proteger a los menores, pero la tendencia a culpabilizar preventivamente a todo aquel que haga una foto en la que salga un niño está en la misma lógica de pensamiento que llevó a George W. Bush a invadir Irak 'por si acaso'.
Desde mi experiencia y desde mi profesión de fotógrafo, hago un llamamiento a la calma. La seguridad de nuestros hijos depende más de la educación y la atención que los padres les dediquen que de crear una macrocárcel en la que tengamos que llevar licencia de armas para usar una cámara de fotos.
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