BOGOTÁ (COLOMBIA).- Hace nueve años Bogotá se convertía en una ciudad fantasma en cuanto comenzaba a oscurecer. Los ciudadanos, especialmente los extranjeros, vivían en plena psicosis por culpa de una ola masiva de secuestros. El simple hecho de coger un taxi se convertía en una actividad compleja que obligaba a llamar por teléfono, memorizar una clave y certificar con el conductor que su número coincidía con el tuyo. La tensión y el miedo habían acabado con la vida nocturna de una ciudad cuyos habitantes acostumbraban a parrandear los viernes llamados culturales.
Hace nueve años viajar de la capital a provincias era una actividad extremadamente peligrosa. Las guerrillas y los grupos delincuenciales controlaban el extrarradio y lanzaban sus redes para conseguir la pesca milagrosa, tal como se define el hecho de ser secuestrado en el argot popular.
Hoy nadie duda de que la situación de seguridad ha mejorado y da gusto ver a los bogotanos salir a divertirse cuando les apetece. Ya no es necesario ser tan precavido y el trancón (el atasco) se ha reconvertido en el peor mal de la capital de uno de los países más impresionantes del mundo.
Siempre he pensado que si Colombia tuviera ruinas incas o mayas difícilmente otro país en el mundo podría competir con la belleza de sus paisajes y ciudades coloniales y el candor de sus habitantes, capaces de sobrevivir en las situaciones más desesperantes e ironizar cuando la violencia inunda sus vidas. Nunca he escuchado hablar un español más rico que en Colombia, incluido España.
Conozco el país desde hace 20 años, desde la época dura de los cárteles tradicionales de la droga cuando los narcotraficantes intentaban amedrentar al Estado comprando la voluntad de los políticos y poniendo bombas en los sitios más públicos.
Antes de ver morir a inocentes en Sarajevo, Goma, Freetown, Kabul o Bagdad, tuve la desgracia de enfrentarme a matanzas horribles con decenas de ciudadanos descuartizados en las calles de Bogotá a principios de los años noventa, víctimas de coches y camiones bombas.
Siempre les digo a mis amigos colombianos que conozco su país mejor que ellos, que he viajado por zonas muy violentas como el Magdalena Medio, Urabá o los departamentos de Córdoba, Santander o Antioquia, que he estado en Cacarica después de la matanza de 1997 y en San José de Apartadó antes de la matanza de 2005.
Que he paseado por las calles de Barrancabermeja seguido por decenas de ojos de paramilitares que controlaban barrios enteros; que he tenido que convencer a jefes de guerrilleros intransigentes de que no estaba en sus zonas para informar al Ejército; que realicé uno de los primeros reportajes sobre los desaparecidos en 2001 en Medellín, unos meses después de que algunos miembros de sus directiva también fuesen secuestrados, y cuando la palabra desaparecido no existía en el vocabulario oficial.
Hablaremos otro día de desaparecidos colombianos, pero quiero recordar las estadísticas oficiales de la Unidad de Fiscales para Justicia y Paz: ya hay una lista de 26.000 desaparecidos y es muy posible que el número rebase los 40.000, según el fiscal Luis González, jefe de este organismo, cuando se recojan todos los testimonios de los paramilitares desmovilizados.
Esa cifra también se ampliará con creces el día que los grupos guerrilleros comiencen a suministrar información de sus atrocidades. Este macabro baile de números convierte a Colombia en el segundo país del mundo en número de desaparecidos después de Irak y a la par de Guatemala.
Si tuviera que elegir una ciudad me quedaría con Cartagena de Indias; si tuviera que elegir una montaña no tendría ninguna duda de que ésta sería Sierra Nevada; si tuviera que trasladarme en el tiempo hasta hace 200 años me iría a vivir a Mompox a buscar el fantasma de Simón Bolívar. Si buscara una isla tranquila elegiría Providencia y me iría a morir a Cabo de la Vela como los guajiros.
Pero Colombia no es el paraíso que a mi me gustaría que fuese ni la seguridad de Bogotá se puede ampliar al resto del país. La tendencia de los capitalinos (de cualquier país del mundo) es a creer que no tiene importancia lo que no ocurre en sus calles. Si ellos sufren, todo el mundo debe sufrir. Si ellos se divierten, todo el mundo se debe divertir.
Cuando en los años ochenta volvía de los departamentos peruanos conflictivos de Ayacucho, Huancayo, Huancavelica a Lima, mis conocidos no mostraban ni interés ni compasión por el sufrimiento de los indígenas, víctimas del fuego cruzado entre Sendero Luminoso y el Ejército. Los más pitucos (pijos) realizaban comentarios racistas y los más cafres responsabilizaban a los más golpeados de su propio destino.
Un día me volví cafre yo también y lancé una diatriba: "Empezaréis a tener interés por el conflicto de vuestro país el día que Sendero Luminoso (un nombre inventado por la prensa porque ellos firmaban siempre sus proclamas como Partido Comunista del Perú) comience a poner las bombas debajo de vuestras ventanas". Por desgracia ese día también llegó. Los barrios de Miraflores y San Isidro se vieron sacudidos por el flagelo del terrorismo indiscriminado y el Estado comenzó a tomarse más en serio el conflicto interno.
El hecho de que Bogotá respire no significa que el país ha mejorado. La situación de seguridad ha empeorado en amplias zonas de Colombia. El alcalde capitalino anunció el jueves que cada día llegan 52 nuevas familias desplazadas por el conflicto armado, un concepto que el gobierno del presidente Álvaro Uribe quiere desterrar del vocabulario popular.
Amnistía Internacional (AI) denunció el 16 de julio un aumento del desplazamiento interno. "En 2008, 380.000 personas abandonaron sus hogares por culpa de las guerras y las amenazas de muerte, lo que supuso un aumento de más del 24% con respecto a 2007", decía el comunicado de la organización internacional defensora de los derechos humanos.
El país acumula entre tres y cuatro millones de personas desplazadas y, además, otro medio millón ha huido a países limítrofes. "La mayoría de las personas desplazadas huyen de la violencia al ser deliberadamente hostigadas por la guerrilla, los paramilitares y las fuerzas de seguridad en el marco de estrategias que tienen por objeto expulsar a comunidades enteras de zonas de importancia militar, estratégica o económica", denunciaba AI.
La gran mayoría de las personas afectadas pertenecen a comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. "La difícil situación humanitaria imperante en Colombia es una de las mayores tragedias ocultas de hoy día y desmiente la afirmación del Gobierno colombiano de que el país ha superado su turbulento pasado", manifestó Marcelo Pollack, director adjunto del Programa para América de Amnistía, que añadió que "hasta que las autoridades colombianas no reconozcan las verdaderas consecuencias del conflicto, las posibilidades de que los derechos humanos de los millones de personas afectadas estén protegidos serán mínimas".
La organización fue más lejos al denunciar que "la mayor parte de la riqueza acumulada por los paramilitares y los sectores políticos y económicos que los respaldan se ha debido a la apropiación indebida de tierras por medio de violencia". Entre cuatro y seis millones de hectáreas han sido robadas a sus legítimos dueños, que son millares de campesinos, indígenas y afrodescendietes.
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