El golpe de Estado que ha tenido lugar en Honduras es un fenómeno atípico se mire por donde se mire. En primer lugar, porque devuelve a la actualidad política de América Latina una práctica que ya parecía caída en el olvido: el pronunciamiento militar, un capítulo negro que quedó atrás en una región en la que, desde hace 20 años, el complejo camino a la democracia sólo se había visto entorpecido por contados —y fracasados— ejemplos de levantamientos militares.
Sin embargo, las peculiaridades de los últimos acontecimientos en Honduras no terminan ahí. De ellos se cuestiona ahora incluso su propia denominación. ¿Es, como ya lo llaman algunos, una 'crisis política' o un golpe de Estado en toda regla? A pesar de la aplastante evidencia de la acción del Ejército, algunas voces conservadoras defienden que la deposición del presidente Manuel Zelaya atiende a la legalidad constitucional hondureña. También los golpistas y el Gobierno del nuevo —aunque no reconocido— presidente hondureño, Roberto Micheletti, no se cansan de repetir que lo sucedido en el país centroamericano no se corresponde con un golpe. Mientras, la comunidad internacional lo condena como tal.
Todo empezó, como sabemos, cuando Manuel Zelaya —presidente del país centroamericano desde 2006— intentó convocar una consulta popular en la que pretendía preguntar a los hondureños si deseaban que en las próximas elecciones, previstas para noviembre, se iniciaran los trámites para reformar la Constitución. En teoría —y según sus opositores—, esta reforma perseguía eliminar la limitación de ejercer la presidencia del país, un precepto recogido en la Carta Magna.
El Congreso Nacional, el Tribunal Supremo electoral y la Corte Suprema declararon ilegal la consulta. Todo ello basándose en una ley que, cinco días antes, un Congreso ya enfrentado al presidente había aprobado expresamente para prohibir cualquier consulta en los 180 días anteriores a unas elecciones —o sea, para impedir ese referéndum, con el que estaba en desacuerdo—. La tensión entre Zelaya y el resto de poderes del Estado —judicial, legislativo y, por supuesto, militar— era más que evidente. El líder hondureño, a pesar de ello, decidió mantener la consulta. Fue entonces cuando las Fuerzas Armadas decidieron secuestrar al presidente y expulsarlo a Costa Rica. Después, falsificaron una supuesta carta en la que Zelaya renunciaba al poder.
Según los golpistas, todos estos hechos son jurídicamente legales. Incluso la Suprema Corte de Honduras ha señalado que los militares actuaron conforme a una orden judicial que les conminaba a impedir una consulta que se había considerado ilegal previamente. También la Fiscalía le ha imputado al líder derrocado 18 cargos, entre los que se encuentran traición a la patria, abuso de autoridad y usurpación de funciones. Estos argumentos 'negacionistas', defendidos por los contrarios a Zelaya, ya han permeado a algunos sectores de la opinión pública —por ejemplo, a la propia Iglesia hondureña—.
La Constitución hondureña es tajante en lo relativo a la prohibición de la reelección presidencial: se considera una 'traición a la Patria' violar el principio de la no reelección del presidente y le impide incluso proponer una reforma constitucional en este sentido. Pero también señala que "nadie debe obediencia a un gobierno usurpador". El hecho de que el propio Zelaya fuera a quebrantar la legalidad para celebrar su consulta es el que ha dado alas a los golpistas para justificar el levantamiento. Y el que consigue que los acontecimientos se antojen desconcertantes y confusos. Medios de referencia como The Wall Street Journal han calificado el golpe de "extrañamente democrático". Según el periódico, el golpe se ha condenado sin tener en cuenta detalles como que los militares devolvieron el poder inmediatamente al Parlamento. O que, efectivamente, obedecían a órdenes del Tribunal Supremo electoral.
Sea como sea, la rotunda intromisión del Ejército es, según Alicia Cebada, profesora de Derecho Internacional de la Universidad Carlos III de Madrid, un "retroceso" en toda regla. Especialmente en una región que parecía haber erradicado estas malas prácticas y que había sustituido los golpes militares por los 'golpes de calle' —tal y como los denomina el analista de Infolatam Rogelio Núñez—: "Sublevaciones populares en forma de grandes movilizaciones de protesta" que logran derrocar a gobiernos enteros. "Estos movimientos, como los que se han producido en Georgia o Ucrania con las llamadas 'Revoluciones de colores' también subvierten el orden constitucional, pero de forma positiva", coincide Cebada. "Y en Honduras debería haberse producido una revolución rosa, amarilla o del color que sea, incluso verde, pero no verde caqui", ilustra.
Todos los poderes hondureños han apoyado el golpe militar contra el presidente. A pesar de pertenecer a la oligarquía conservadora, en los últimos tiempos de su mandato, Zelaya se había acercado a la órbita de influencia de Caracas y había incorporado a Honduras a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA), algo que había provocado una profunda irritación en parte de la clase política hondureña. Por eso el Congreso no tuvo ningún reparo en nombrar a un nuevo presidente interino en cuanto Zelaya fue expulsado del país.
Pero el clima de opinión es muy diferente en el exterior, donde la repulsa al levantamiento militar ha sido la reacción unánime. Todo este beneplácito del que ha gozado de puertas para dentro se ha chocado con el rechazo sin paliativos del golpe en la comunidad internacional. Tanto la Unión Europea como la Organización de Estados Americanos (OEA) han condenado el golpe y el eje chavista se ha mostrado particularmente beligerante en su contra. Pero también Estados Unidos se ha significado visiblemente en la condena a los golpistas que, a pesar de todo, se han mantenido firmes en sus posiciones.
El hecho de que todos los gobiernos de los países latinoamericanos se hayan mostrado a favor del restablecimiento de Zelaya en el poder y no hayan reconocido al gobierno de Roberto Micheletti —elegido por el Parlamento para dirigir el país hasta que se celebren las próximas elecciones— supone también una novedad en la región. En América Latina, cuando se daban este tipo de casos hasta ahora, se aplicaba la Doctrina Estrada, que abogaba por la no injerencia en los asuntos de los países vecinos a través del reconocimiento o el no reconocimiento de sus gobiernos. Es decir, que la norma era tratar de no presionar diplomáticamente con estos asuntos.
Pero, en esta ocasión, todos los líderes latinoamericanos (con la excepción de Álvaro Uribe, que ha seguido abogando por la no intervención) se han puesto del lado de Zelaya. Según Alicia Cebada, este principio diplomático es una más de las cosas que el 'caso Honduras' ha hecho saltar por los aires ya que, con el desconocimiento de Micheletti como autoridad se rompe una tradición. También en esto, el golpe en se convierten en "un caso excepcional".
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