A principios de julio de 1994 los machetes seguían manchados de sangre en Ruanda. Se mataba en nombre de la purificación étnica. Se utilizaba la propaganda y el odio para impedir la reconciliación. Los moderados, aquellos que defendían la convivencia entre hutus y tutsis, eran los primeros eliminados. Récord mundial de muerte y horror en unas semanas.
La pugna geoestratégica entre Francia y Estados Unidos no ayudó a suavizar la situación. Como había pasado en épocas anteriores, Ruanda era la casilla más sangrienta en un tablero de ajedrez de intereses contrapuestos.
El vacío de poder provocado por el asesinato del presidente Juvenal Habyarimana y por un ejército ruandés que incitó a la venganza contra la minoría tutsi fue aprovechado por el Frente Patriótico Ruandés, una guerrilla formada mayoritariamente por tutsis, para lanzar una ofensiva y llegar hasta la capital, Kigali, desde Uganda en pocas semanas.
Dos millones de hutus, incluidos los que habían participado en el genocidio tutsi, huyeron a diferentes países limítrofes. El grueso de esta masa de desheredados llegó a Zaire (hoy República Democrática del Congo) a través de su frontera de Goma.
La pasividad e indiferencia de los países occidentales, los únicos con posibilidades de crear un puente humanitario, aceleró el desastre. Una epidemia de cólera comenzó a diezmar a la población. 3.000 cadáveres diarios se apilaban en las carreteras, los caminos y los campos de refugiados.
Esta vez sí que viajé con Alfonso Armada. Desde que pisamos el aeropuerto de Goma hasta que lo abandonamos dos semanas después nos fue imposible vivir un minuto de tregua. Ni siquiera podíamos digerir la única comida que hacíamos al día. A la salida del restaurante (el único que había en la ciudad con garantías), los cadáveres de los últimos muertos nos atravesaban el estómago como un aguijón.
Mi primera crónica para Heraldo de Aragón da una idea de la dramática situación:
Los niños huérfanos llegan en camiones hasta las puertas de orfanato de Nyundo. Hace unos días había 400 pequeños, hoy son cuatro mil. Primero son bajados los enfermos, muchos de ellos a las puertas de la muerte, infectados de cólera, disentería y malaria.
Una mano elige al azar y mete al sorprendido niño en el interior. Es lavado y se les suministra una bolsa de suero que es clavada en la pared con una chincheta. Se derrumba lo más cerca posible de otros niños que no han tenido la suerte de ser elegidos. No importa: el suero se está acabando. El niño seguirá con la aguja hincada a la vena hasta que se muera.
He visto morir a mucha gente, pero nunca con tanta calma como en Goma. Aquellos pequeños no se quejaban. Agonizaban de forma ordenada. Como si no quisieran molestar. ¿A quién enmarcabas en tus fotografías? ¿Estabas violando su intimidad a la hora de morir? ¿Cómo se podía documentar la inmensidad de aquella tragedia sin dañar aún más a los moribundos?
Los muertos y los vivos se hacinaban en los campos en una mezcla compulsiva de horror y desesperación. En algunas zonas compartían el mismo espacio. Los portavoces de la ONU intentaban minimizar el desastre humanitario. Es difícil saber por qué. Las tensiones se multiplicaron en las ruedas de prensa. Los datos suministrados no coincidían con las evidencias en cuanto recorrías varios kilómetros. En apenas cinco kilómetros era fácil contar más de 1.500 cadáveres.
Una joven enfermera llamada Isabel Subirats, natural de San Sebastián, que trabajaba para Médicos sin Fronteras, hablaba un lenguaje diferente al de la ONU: "Si llegas al principio de la epidemia, la puedes controlar. Si no, es el desastre. El cólera no perdona si le das facilidades", comentaba mientras una compañera intentaba encontrar la vena de un niño al borde de la muerte. El delegado de la Cruz Roja Internacional, Conrad Fisler, también fue contundente: "Nunca he visto nada igual, ni siquiera en los peores tiempos de Somalia".
La uruguaya Mercedes Sayagues, portavoz del Programa Mundial de Alimentación, tampoco se cortaba en sus declaraciones y admitía que no existía un plan de emergencia para intervenir en caso de producirse una catástrofe de esta magnitud. "Tenemos que poner el sombrero entre los países ricos para recoger el dinero necesario cada vez que se produce una emergencia", ironizaba.
En un mundo donde se manejan estadísticas para todo, sorprende que nadie haya hecho una investigación sobre cuántos muertos se han producido por culpa de las mentiras de algunos funcionarios, por la decisiones erróneas o las indecisiones de los gobiernos más poderosos.
Publicitar los éxitos en política es el pan nuestro de cada día cuando la obligación de un político profesional es conseguir buenos resultados. Esconder los fracasos, que tantas veces provocan ríos de sangre y muerte, forma parte de la insidiosa agenda que domina las relaciones internacionales. Sin sus caretas mediáticas muchos responsables políticos no durarían tres telediarios. En un mundo más justo algunos serían juzgados por posponer decisiones que provocan miles de muertos.
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