El Woody Allen más en forma nos visita con 'Si la cosa funciona', pero también tenemos a Jarmusch y su lacónica 'Los límites del control', a Michael Sheen interprentando a un entrenador de fútbol en 'The Damned United' y a Pou haciendo de Welles en 'Máscares'.
Que levantes la vista y sea la película la que te está mirando a ti incomoda bastante. Una de las delicias del cine es la aniquilación. En la butaca no existe la persona: está el espectador. Y el espectador está dentro de la película, no fuera. Así que el que la película te obligue a ser consciente de tu propia existencia, a oscuras, de repente entre tantos, evidentes el suelo, el techo, las paredes, las luces de emergencia encima de las puertas; que señalen, molesta.
Sin embargo, esto no sucedía cuando era Woody Allen en física presencia el que te hacía cómplice del guiño. Seguramente ése sea el secreto de la prestidigitación.
Hombre maduro, neurótico, egocéntrico, superviviente nato en su debilidad, inicia relación cuyo único objetivo es dejar patente una vez más que lo que te sucede es lo único que tienes.
Woody Allen, que tiene quien le escriba, no ha encontrado quien le ponga la cara.
Aun así, se disfruta.
Valoración: 8,5/10
Siempre ha disfrutado Jarmusch de las narraciones episódicas, de la sucesión de gags, de la galería de personajes. Quizá porque tiene muchas voces interiores, porque multitud de tipos bullen de su cabeza mientras escribe y quiere darles salidas a todos. Obviando la especificidad de su propuesta y su más o menos universal pegada, lo cierto es que si el paradigma de la independencia no traiciona nunca a alguien, es a sí mismo. Aunque en esta ocasión haya cambiado ruido por silencio y adrenalina por valium narrativo. De tanto festivaleo, Jarmusch se ha hecho iraní.
La expansividad de 'Flores rotas', con cierto tirón comercial incluso (Bill Murray post Tokio y Sharon Stone) y humor casi estándar, es contrarrestada aquí con un guión minimalista, escrito sobre la marcha y sin vocación de trascendencia. De verdad, lo que hay es lo que ves a no ser que haya salido metáfora de casualidad. "No traté de analizar demasiado lo que hacía. Cuando rodaba no me hacía preguntas", nos contó en San Sebastián la semana pasada. Toda una patada en la boca a críticos extraanalíticos.
Si este año lamentábamos que Almodóvar reinterpretara a Almodóvar con su algo fallida 'Los abrazos rotos', aquí el experimento es similar. Jarmusch multiplica sus propios tics y se desnuda de cualquier afán de contentar a la masa. Pare ello se vale de Isaach de Bankolé, un negro grande y callado de hábitos marcados, y de toda una serie de marcianos que pululan paulatinamente a su alrededor. En el último tramo, deconstrucción de la mano del habitual Murray. No es demasiada recompensa para los profanos, pero sí un broche coherente después de tanto humo.
Valoración: 6/10
No hay que ser hincha del Leeds United, ni siquiera aficionado al fútbol. Las escenas deportivas que nos brinda Tom Hooper son pocas. 'The Damned United' es una historia de despachos, de bambalinas. Un retrato de lo que se cuece en los primeros estratos de la pirámide del espectáculo, tarea invisible que ha de cristalizar en un once contra once, que es lo único que hace que las clases obreras puedan desconectar de su diaria obligación.
El Leeds, que ahora aparace por Europa de forma guadiánica fue enorme en los 60 y 70. Su estilo, de manos del patriarca Don Revie, era sucio y antideportivo, no apto para nenitas. Revie, ya sin retos en la casa, aceptó el cargo de seleccionador inglés y fue Brian Clough, un Víctor Fernández a la British, quien le sustituyó. Como cambiar a Bilardo por Menotti. La cosa no funcióno y tardó 44 días en estallar.
Y eso es lo que se nos muestra. Una sucesión de tomas y dacas, de luchas de egos y de lealtades quebrantadas. Y más ego. Fútbol=Política=Mafia es lo que nos cuenta el habitual politólogo Peter Morgan, autor de los guiones de 'The Queen' o 'Frost contra Nixon', siempre de la mano del gran, gran Michael Sheen (Brian Clough), un tipo de físico particular que, sin embargo, alberga tal variedad de matices dramáticos que cualquier melón que le mandes te lo convierte en golazo por la escuadra. Y ésta no es una excepción.
Valoración: 8/10
José Maria Pou se despoja de un personaje y se calza otro nuevo. Es el constante morir y renacer del actor teatral. Lo que perdura, el chasis, que, cascado de tanta caña, se apodera de automatismos de manera involuntaria como si siempre hubieran estado allí. Acertada la elección de Pou como vaca sagrada de la escena, pues tiene discurso propio, y acertado el personaje en que se mimetiza, Orson Welles.
Quien más y quien menos está familiarizado con los dos, y por ello es emocionante acudir a la metamorfosis. La memorización, ese cruel y monótono ritual que atormentó al más pintado en la escuela, es desdramatizada aquí y considerada como un juego divertido en manos del intérprete. Nos cuenta cosas que ya imaginábamos, pero desde muy dentro.
La cámara de Elisabet Cabeza y Esteve Riambau no molesta y asiste silente a la evolución creativa. El montaje, cronológico y respetuoso con el proceso, a veces corre el riesgo de caer en la monotonía, sobre todo en ciertas repeticiones de fragmentos de la obra en gestación, pero lo poco creado específicamente para la elaboración de este documento —esto es, la entrevista exclusiva al actor—, hace que el conjunto adquiera una categoría de imprescindible para cualquiera que decida dedicar su vida a la farándula.
Valoración: 6/10
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