MADRID.- Mucho antes de tener una corazonada, Alberto Ruiz-Gallardón tuvo una legítima cabezonada. Su ambición política por ser algún día inquilino del Palacio de la Moncloa le granjeó un récord olímpico de desafectos y enemistades en su propio partido. Nadie cuestionaría que un director de cine aspire a ganar un Óscar, pero que un alcalde quiera ser presidente del Gobierno está, al parecer, muy mal visto. Y eso que él nunca lo ha dicho. Claro que tampoco ha dicho lo contrario. Ya se sabe que, a menudo, uno es más sospechoso por lo que calla o por lo que Esperanza Aguirre diga de ti.
Una vez asumido que, a la espera de los daños colaterales del caso Gürtel en la calle Génova, de nuevo esta vez no toca, sólo la candidatura de Madrid 2012 y ahora de 2016 le habían disipado esos bostezos que le provoca acercarse a un barrio de la periferia a comprobar el estado de las aceras o de las alcantarillas. Algo normal en alguien que llegó a la Plaza de la Villa muy a su pesar, con un saco mucho más lleno de votos que de ganas, y que, una vez consumada su obra estrella —el soterramiento de la M-30— ya se veía abocado a hacerse una foto con don Hilarión en San Isidro por todo divertimento. Y eso que siente alergia por los festejos castizos por entender que la alta política es científicamente incompatible con el olor a gallinejas.
Entre este escenario zarzuelero, que tanto mimara su antecesor Álvarez del Manzano, y los viajes a los cinco continentes, las recepciones en las grandes capitales, las fotos con primeros ministros, las entrevistas en inglés con televisiones extranjeras, la posibilidad de dar la mano a Obama unos segundos en el pasillo de un hotel o las exposiciones audiovisuales ante los miembros del COI, obviamente, no hay color. Además, cierto es que, pese al tirón de orejas del informe de los examinadores, que se quiso desde el Ayuntamiento envolver en papel de celofán cuando venía desde Lausana envuelto en papel de estraza, bien podía presumir de un proyecto bien armado y consensuado y que, con independencia del 'veletismo' que no pocas veces orienta las decisiones olímpicas, era el más tangible y el mejor de los cuatro.
Un proyecto heredado de los tiempos de Manzano, en concreto pergeñado en sus orígenes por su entonces concejal Ignacio del Río, y que Gallardón había convertido en su tesoro hasta el punto de fiar a él buena parte de su credibilidad. Este 'si ganamos, ganamos todos; si perdemos, sólo pierdo yo' no se antojaba, sin embargo, demasiado eficaz para reblandecer el dedo de los delegados del COI a la hora de votar. En el ámbito doméstico no es la primera vez que recurre a esta especie de dilemas emocionales. De hecho, en las últimas elecciones locales ya anunció que, de perder, se retiraría de la política. Una advertencia que, con la boca pequeña, también renovara, "triste y derrotado" como él mismo se confesó entonces, cuando Mariano Rajoy le excluyó de las listas al Congreso para evitar una trifulca con Aguirre.
Tal fue su decepción que ya ha adelantado que en las próximas generales no pedirá nada a nadie aunque cueste creer que, de llegar el PP al poder, Rajoy no le conceda al menos una copia de la llave del Consejo de Ministros. Las fechas electorales le dejan, eso sí, con el paso cambiado. En 2011 es la cita con las urnas en el municipio y un año después en todo el Estado. Si, como ha asegurado, se presenta a la reelección y gana, la vigencia de su mandato puede limitarse a un solo año en cuyo caso las madrileñas y los madrileños no sabrán con exactitud si votan un poco de Gallardón y un mucho de Ana Botella, su previsible sustituta ya que se da por descontado que su fiel Manuel Cobo se irá con él sin preguntar siquiera dónde. No ha sido menor, ni mucho menos, el papel de Cobo en la candidatura. No sólo ha sido el responsable directo de la fontanería, sino que ha tenido mucho que ver en el acercamiento del alcalde al mundo del deporte y, más en concreto, a la prensa especializada con la que su actual 'número dos' guarda estrechos vínculos en algunos casos de amistad.
No hay que olvidar que hasta que la ópera no sea declarada deporte olímpico, algo poco probable, Gallardón cuenta con numerosas lagunas en estas disciplinas que le resultan bastante ajenas. Para eso y para muchas cosas más está Manolo. Su fidelidad está más que probada. Sólo desde esa ciega lealtad se entiende que se ofreciera a ser el kamikaze interpuesto con el que su amigo y jefe o viceversa quiso enfrentarse a Aguirre en el Congreso del PP madrileño allá por el 2004. El reparto de fuerzas era tan desequilibrado que, una vez sondeados los apoyos, o más correctamente la falta de ellos, ni siquiera se llegó a presentar la candidatura a la presidencia del partido.
Cobo forma parte de ese reducido grupo de concejales que trata de 'tú a tú' con el alcalde. Él, junto a Juan Bravo, el hombre de las cuentas municipales al que hay que atender y cuidar habida cuenta de cómo están, Pedro Calvo y Miguel Ángel Villanueva, ya con muchos trienios a su lado ahora en el Ayuntamiento y antes en la Comunidad, y acaso la responsable de Urbanismo, Pilar Martínez, son de los pocos que pueden alardear de haber ahondado en algunas conversaciones más allá de las propias de la Junta de Gobierno. La gran mayoría de los concejales de distrito del Partido Popular, la tropa sin graduación, conocen mucho mejor a los ordenanzas que a su superior.
Gallardón sabe que la factura electoral por no ganar los Juegos Olímpicos es insignificante, pero también sabe que sus pies cuelgan de un abismo en cuyo fondo sólo se ven números rojos. Al no haber Juegos en Madrid hay muchas menos ilusiones que vender porque para comprar no hay ni un euro. Es difícil, incluso para Gallardón, que de esa chistera de donde han salido promesas con independencia de que luego se cumplan o no surja ahora un conejo que sirva de señuelo electoral. No lo es desde luego que haya impuesto una tasa de basura ni que haya subido el IBI; medidas que, como él sabe mejor que nadie, sí mellan en la ciudadanía mucho más que si vamos o no a ser testigos directos de un nuevo récord olímpico de pértiga.
Con más de 7.000 millones de deuda, con 35 años por delante para pagar la obra de la M-30 a razón de más de 300 millones anuales, con la merma de ingresos derivada de la crisis y no pocos despilfarros perpetrados en la época de vacas gordas (un Palacio de Cibeles que ya ha devorado decenas de millones de euros) sólo la posibilidad de construir el Madrid olímpico y las sinergias económicas que conllevaba podían aliviar la desazón de no saber qué ofrecer de cara a las elecciones de 2011. La otra opción es que en vez de ser él quien ofrezca algo se lo ofrezcan a él en otro sitio. Los votantes y Rajoy tienen la palabra.
* Guillermo Tejada es periodista
Si quieres firmar tus comentarios puedes iniciar sesión »
En este espacio aparecerán los comentarios a los que hagas referencia. Por ejemplo, si escribes "comentario nº 3" en la caja de la izquierda, podrás ver el contenido de ese comentario aquí. Así te aseguras de que tu referencia es la correcta. No se permite código HTML en los comentarios.
Lo sentimos, no puedes comentar esta noticia si no eres un usuario registrado y has iniciado sesión.
Si ya lo estás registrado puedes iniciar sesión ahora.