KABUL (AFGANISTÁN).- El hospital infantil Indira Gandhi es el termómetro que mide la fiebre sanitaria de Kabul. Los casos más graves de malnutrición severa se concentran en varias de sus salas. 23 niños y niñas ofrecen 46 ojos intensos de tristeza y dolor al visitante, mientras 23 madres esconden sus rostros como si se avergonzasen de la pobreza endémica en que viven, que es la responsable de los horribles cuadros médicos con que sus pequeños llegan al hospital.
Zaqueda tiene dos años y pesa 4,4 kilos, el peso con el que nacen algunos niños en España. Su cuerpecito escuálido se resiente cada vez que su madre Bibi la aprieta contra su pecho. "Nació con un buen peso pero a los dos meses empezó a tener problemas", explica la madre mientras la niña mira como si le estuviesen clavando un cuchillo. Sus encías, vacías de dientes, parecen las de un bebé.
Llegó hace dos semanas con cuatro kilos justos y todavía no ha podido superar la fase más crítica. Sigue siendo una firme candidata a la muerte.
A su lado llora a pulmón Bastana, una niña gitana de año y cuatro meses que pesa 5,5 kilos. Su madre Pana Khial cuenta que siempre ha sido enfermiza y que su estado se suele agravar cuando abandonan la ciudad natal de Jalalabad en busca de mejores temperaturas en Kabul.
Otro de los niños más graves es Matialah, nueve meses y 4,3 kilos. Su madre Bibiliah viajó con él desde la provincia de Parwan el último día de julio gracias a la generosidad de unos vecinos. Ha recuperado 300 gramos. Su marido trabaja como cargador eventual y no gana lo suficiente para mantener una dieta digna en su casa. Su hijo mayor, de dos años y medio, también sufre continuas diarreas.
Los niños están entre 20 días y un mes en el hospital. Cuando recuperan algo de peso regresan a sus casas con sus madres aunque se le obliga a volver cada semana para realizar controles. "Le damos algún tipo de ayuda como compensación", comenta el enfermero Amanullah Jairadi, que lleva 19 años en esta unidad.
Hace unos meses tuvieron más de sesenta casos de malnutrición infantil, casi tres veces el número actual. Pero la situación ha mejorado si se compara con periodos bélicos anteriores. "Los años de los combates calle por calle entre los grupos muyahidines fueron los más horribles. No teníamos electricidad ni agua y las medicinas escaseaban. Usábamos velas para encontrar las venas de los pequeños. Sólo había dos médicos y otras dos enfermeras en toda la planta", recuerda Jairadi.
Las historias de estos niños se pierden en el tiempo. Los que hoy se llaman Zaqueda, Bastana o Matialah eran en agosto de 1996 Waiss, un año y 3,6 kilos; Zoutan, dos años y 5,8 kilos; o Mohamed, tres años y 6,9 kilos. Ocupaban las mismas camas y algunos murieron después de terribles agonías.
El 16 de agosto de 1996 fue un "black Friday", un viernes negro para el hospital Indira Gandhi. Trece niños murieron por desasistencia del servicio de urgencia. Era el día de descanso musulmán y los médicos no se presentaron en sus lugares de trabajo.
Xavier Giovannetti, de la organización humanitaria Acción contra el hambre, expuso con claridad lo que pasaba: "Este hospital es víctima de todos los males de la sociedad afgana. Aquí se ha concentrado la corrupción, la guerra y el abandono". Cuando protestó ante el Ministerio de Sanidad, uno de los directores se excusó: "Es la vida". La vida de 26 de 134 niños ingresados en el área de malnutrición durante el mes de julio de 1996 o la de los 24 de los 158 durante las tres primeras semanas de agosto de aquel mismo año.
La hermana francesa Emily era la única trabajadora extranjera en aquel hospital desde el inicio de la ocupación soviética en 1980. Aunque había visto morir a centenares de niños intentaba explicar aquel caos: "Los niños llegan al borde de la muerte, pero no es por dejadez de los padres. Las madres tienen que cuidar de otros niños pequeños y no los pueden dejar solos en casa. Las enfermeras cobran un salario de 500 pesetas (tres euros actuales) y con ese dinero no tienen ni para pagar el transporte desde sus casas al hospital".
La religiosa tenía predilección por el niño Mohamed que había recuperado un kilo de peso después de diecisiete días de tratamiento. Ya podía andar y por eso tenía que dejar la cama a otro niño en peores condiciones. "Cuando empezó a perder peso a su llegada la madre me dijo llorando: Por favor, que no se me muera. Un proyectil me mató hace unos meses a tres hijos de seis, tres y un año y medio", explicó Emily mientras acariciaba el rostro del niño.
Los talibanes estaban entonces a las puertas de Kabul y bombardeaban sistemáticamente la ciudad, provocando un baño de sangre diario. El enfermero Jairadi recuerda aquellos meses como otra de las fases más duras que vivió el hospital. "Aunque la seguridad mejoró cuando los talibanes ocuparon la capital y se acabaron los cañonazos. Tuvimos menos problemas logísticos y las medicinas no faltaban", afirma. Por suerte los nuevos iluminados permitieron que las mujeres siguiesen trabajando en los hospitales y la deteriorada calidad sanitaria no empeoró.
La llegada de las fuerzas internacionales a Kabul a finales de 2001 tampoco mejoró las cosas. El frío invierno mató a decenas de niños. Muchos de ellos hubiesen salvado sus vidas si se hubiese organizado un traslado a los múltiples hospitales militares que había en Kabul y los alrededores.
Previendo muchas bajas en los combates con los talibanes que resistían en las montañas, los estadounidenses habían organizado un impresionante dispositivo de emergencia en la base militar de Bagram.
Uno de los hospitales de campaña era español. Tenían células de estabilización preparadas para intervenir en caso de que llegasen heridos de minas o de enfrentamientos armados. También había dos quirófanos y una UCI con cuatro camas. Podían asistir a 30 o 40 personas, clasificarlas y estabilizarlas según las heridas en caso de un gran atentado.
Los militares españoles, que mantenían un servicio muy bueno de consultas con la población civil de los alrededores de Bagram, se quejaban en privado de la falta de actividad y los más críticos decían sin tapujos que todo aquel despliegue sanitario hubiese sido mejor usarlo para mejorar la crítica situación sanitaria del país.
Los niños ya no mueren al ritmo de 1996 o 2002, pero los índices de malnutrición infantil severa siguen siendo muy altos en Afganistán. La falta de conocimiento y la lucha por la supervivencia diaria impiden a los padres detectar a tiempo la gravedad de las enfermedades de sus hijos. La estadística es cómplice de este dolor permanente: 150 niños de cada mil mueren antes de cumplir los cinco años.
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