KABUL (AFGANISTÁN).- No cubrí la invasión soviética de los años ochenta como hicieron grandes periodistas como Jorge Melgarejo y Julio Fuentes, que fue asesinado en noviembre de 2001 entre Jalalabad y Kabul. En aquellos años trabajaba en los múltiples conflictos de América Latina.
Mi primer viaje a Afganistán fue en agosto de 1996. Llegué desde Delhi al aeródromo de Bagram, el único que funcionaba a 45 kilómetros de la capital. Los talibanes bombardeaban a diario la ciudad con cohetes y proyectiles de morteros. El aeropuerto de la ciudad estaba entre sus objetivos principales.
Hoy, en cambio, bombardean regularmente Bagram, reconvertido en el principal aeropuerto militar y donde está el mayor centro de detención del Ejército de Estados Unidos en el extranjero después de Guantánamo.
Todavía no he podido olvidar mi primer contacto visual con la ciudad. Parecía que había sufrido un bombardeo nuclear. Las largas avenidas, como Jada i Maiwand, que algunos comparaban con los Campos Elíseos franceses, estaban cubiertas de ruinas y minas que mataban o herían diariamente a decenas de afganos.
Desde la caída del régimen comunista de Mohamed Najibulá en 1992, al menos cinco facciones armadas de distinta etnia o partido habían combatido casa por casa provocando 45.000 muertos y un millón de desplazados. Parecía que el reloj se había parado para siempre. El último invierno había sido muy frío. Los sistemas eléctrico y de agua habían sido destruidos. Los teléfonos no funcionaban y los convoyes humanitarios no podían romper el cerco.
Los primeros años de la década de los noventa los había dedicado a cubrir las guerras balcánicas y los conflictos africanos de Ruanda, Somalia y Sudán. Me sentía culpable por no haber prestado atención a un conflicto armado que se estaba eternizando.
Los bombardeos eran constantes y los muertos se acumulaban en los depósitos de cadáveres. Pero los periodistas habían desaparecido del país. La guerra ya no interesaba a nadie. Apenas había información en la prensa internacional. Tuve serias dificultades para convencer a los medios con los que habitualmente trabajo de la importancia de informar sobre lo que allí estaba ocurriendo.
Sólo el Heraldo de Aragón, como siempre ha hecho, me dio el espacio suficiente y pude publicar varios artículos entre los domingos 25 de agosto y 1 de septiembre de 1996. Dos semanas después los talibanes entraron en la capital sin disparar un tiro y se produjo un repunte mediático que duró unos meses.
El hombre fuerte en Kabul era el comandante tayiko Ahmad Shah Massud, entronizado por la prensa francesa como un gran estratega en la guerra con los soviéticos, obviando que se trataba de un reconocido fundamentalista radical.
Un acuerdo con su archiconocido enemigo, el pastún Gulbudin Hekmatyar, había permitido el regreso a la capital al antiguo peón de la CIA conocido como el 'Jomeini afgano'. Muchos de sus milicianos se habían pasado a los talibanes, la milicia más poderosa de aquellos años. Otros señores de la guerra implicados en graves crímenes como el hazara Abdul Karim Khalili y el uzbeko Rashid Dostom habían formado Ejércitos particulares muy poderosos.
¿Qué ha pasado con todos estos serios candidatos a ser juzgados por un tribunal internacional? Massud fue asesinado el 9 de septiembre de 2001, dos días antes de los atentados de Al Qaeda en Estados Unidos. Su sucesor, el general Mohamed Qasim Fahim, está integrado en la coalición gubernamental encabezada por el presidente afgano Hamid Karzai.
También forma parte de ella Khalili. El sanguinario Dostom, cuyos mercenarios violaban sistemáticamente a las mujeres que caían en sus manos, ha dejado su puesto en el Gobierno, pero mantiene su acta de diputado. Hekmatyar ha formado un grupo neotalibán y combate contra los estadounidenses, sus antiguos socios.
En aquel primer viaje visité el hospital Indira Gandhi. El 20% de los niños con malnutrición severa morían en sus lúgubres habitaciones. La mayoría llegaba al borde de la muerte. Las madres no tenían dinero para pagar el transporte o no podían dejar solos a sus otros hijos pequeños. Recuerdo a Waiss, un niño de año y medio que pesaba 3,6 kilos; a la niña Sountan, que con dos años no llegaba a los seis kilos; a Mohamed, que a sus tres años había ingresado con un peso de 6,9 kilos. Nunca he querido saber qué pasó con ellos aunque estoy seguro de que murieron.
Y también visité el destartalado zoo donde había muy pocos animales. Me impresionó la historia del león Choghe, otra víctima de la violencia y el ajuste de cuentas. Dos hermanos habían visitado el parque un año antes. Uno de ellos decidió meterse en el foso. Cuando intentó acariciar a la leona Marjan, Choghe le lanzó un zarpazo que lo mató en el acto. Al día siguiente, el hermano lanzó una granada de mano contra el viejo león. La explosión lo dejó ciego.
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