No se puede ser brillante en todo. ¿Por qué muchos chefs se sienten Pessoas? ¿No es más sencillo confesar la ignorancia en asuntos literarios y conformarse con cocinar como un cartujo? El egochef necesita demostrar su distinguida sensibilidad a flor de piel, por si hay moros en la costa y cuela, lanzándose al ruedo sin vergüenza, ni estoque y en pelotas. Ya saben, la ignorancia es atrevida y citar a Proust mientras se revuelve un té verde, queda muy aparente.
Con la mala baba que gastan algunos, creyéndose paladines de la nueva cultura, recordemos que los grandes escritores y poetas prefirieron siempre la carne justo hervida, con mostaza, y un vaso de coñac a pelo (digo bien vaso). Y café, mucho café, cigarros y drogas.
Dice Chesterton en sus memorias que, tras una acalorada discusión con un grupo de jóvenes liberales, acudió a reconfortar su confesa glotonería a un restaurante del Soho a una casa de comidas apreciada por aquellos que no querían oír hablar al cocinero sino comer lo que era capaz de preparar con sus cazuelas. Lugares, en los que decía, aún era posible comer.
Nunca se consideró el escritor un refinado gourmet, más que nada por no tener tiempo para el vago ejercicio de la voluptuosidad, demostrando tener estómago para ser capaz de pisar los restaurantes más de moda y caros del Londres de su época.
Hay veces que en esas salas de lujo, habitadas por las criaturas de Oppenheim y de Edgar Wallace, la comida es un poco peor de lo que podría ser; Chesterton prefería comer buenas costillas, verdura y huevos revueltos, a vivir de escayola dorada, rodeado de lacayos de pantomima; había descubierto hacía ya tiempo el camino que lo llevaba directamente a tascucios en Leicester Square, donde podía comer asado y beber vino tinto exquisito, por muy pocos peniques.
Mientras la gastronomía española se zampa el mundo a bocados, fíjense hasta donde llega el despelote, vivimos en un país que no tiene hoy en sus librerías los ingenios de mesié Brillat-Savarin, autor de la 'Fisiología del Gusto y sus meditaciones para una gastronomía trascendental', tratado fundamental sobre ética, higiene mental y usos de cocina cuya última edición en castellano, ya agotada y descatalogada, es de 2001 (Óptima, de ediciones Bruguera). ¡Manda huevos!
Y nos recuerda el francés que en cuestiones de vieja culinaria sobreviven los reaccionarios y los progresistas, los antiguos y los modernos que también hoy, por cierto y como entonces, flotan en la leche siempre a tortas, ¡qué pereza!
Los primeros, llorando por los tiempos nostálgicos del pasado, moquean y vaticinan el acabóse pues ya no existen, dicen, los productos frescos y la cocina sana, los guisos del terruño y su sabor. Todo se fue al traste, confunden la pérdida de su inocencia con la de la cocina verdadera y cualquier modernidad en los fogones les da picor; las novísimas preparaciones son repugnantes, irracionales, incomibles y ridículas y arrancan gritos de pavor.
Olvidan que por ahí comen ostras con salchichas, añaden cacas a la salsa de la Becada, jalapeños a la salsa picosa o galletas a la vizcaína. El pasado para este tipo de plastas es adorable, el presente un bucle sin sentido y el futuro se presenta gélido e incierto, como una noche al raso y sin abrigo.
Y luego están los otros pelmazos, progresistas y aficionados a las nuevas sensaciones mentoladas que confían en la imaginación y se entregan a lo que viene con audacia y sorpresa, pues la humanidad les debe las ocurrencias culinarias. Conocen la cocina del pasado y las tradiciones pero juegan sin red, asumiendo riesgos, se aferran al presente, viven preocupados por el futuro y no ponen límite a sus deseos de novedades, perdonando la vida a quienes se sientan a su mesa; son los que leyeron dos y tres veces 'En busca del tiempo perdido' y echan mano de la magdalena.
En cocina nada es válido o erróneo, agradable o repugnante en lo absoluto sino tan solo en la relación que se establece entre personas y entre las cuales se emiten los juicios.
¿No les parece?
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