Todos los que me conocen saben que respeto al guisandero y que nunca toco la pinga al chef honrado y currado que trabaja en silencio.
El restaurante es un reciente invento de apenas tres siglos de vida que ha procurado chicha al hambriento, caldo al sediento, confort al fatigado y lumbre al resfriado. Si uno consulta la historia y se acerca a los párrafos en los que se detallan los pormenores de este feliz alumbramiento, comprobará que el primerísimo local exhibió sobre su puerta un feliz latinajo, «venite ad me omnes qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos». Generosa declaración de principios para alicatar el estómago, reparando el apetito. Pax in terra.
¿A quién agrada hoy que lo reciban en la mesa un frío mediodía de invierno con un consomé granizado helado de culo de pollo y sus tres trufas? ¿Es que no hay un caldo caliente en la cocina? ¿Quién soporta comidas de tres horas? Los listados infinitos de ocurrencias y genialidades suplantan lo que hasta hace bien poco era el terreno infranqueable del comensal sentado a la mesa, protagonista y propietario de su tiempo, sugiriendo pausas, solicitando consejo o anunciando sus apetencias para sentirse el rey del mundo gracias a una experiencia provocada por él, reproducida en cocina y sala para su disfrute.
Lo que al egochef le mola es la «cocina del discursito», mechada de identidad, innovación o levedad, evocadora de paisajes, repleta de trazos impresos sobre panzas de vajillas de postín, leves toques florales con tintes vegetales tibios y demás enseres de chichinabería inútil. Para morirse de la risa, tía Felisa.
Estoy harto de esa cantinela que nos sugiere sentarnos en ciertas mesas para adquirir ración XXL de intelectualidad y toda esa fanfarria de alimentar alma y espíritu que pretenden algunos cocineros mustios que imparten misa diaria en lugar de cocinar sabroso y con arrojo. «Tú no entiendes nada», nos largan.
Procuro la ingesta del tazón diario de caldo cultural escuchando música celestial o leyendo «Los ensayos» de Montaigne, que me procuran un efecto plácido, sedante y proporcionan una sensación de felicidad y reposo delicioso. Sólo aspiro a comer con sentido común, que es, por cierto, el menos común de los sentidos de nuestra tonta gastronomía contemporánea.
Yo confieso. Sí, me creí toda esta cerebral pelmada y no tuve agallas para reconocer que la cocina de altos vuelos bien hecha, antes de chutarnos la sesera, ha de asentarse bien en el vientre dejando pringue a su paso hasta la boca del ano.
El egochef hornea, macera, filtra, destila, fermenta, hierve y tuesta en sartenes, estufas, cazos, hornos y salamandras. Concentra su vida en un grano de café, en una montaña de avellanas, pela pájaros, eviscera vacas, escama pargos, golpea masas, desloma peces minúsculos, retira hollejo a pequeños granos, despepita uvas y cristaliza fideos. Se lo curra de lo lindo, no hay duda. Pero nos da la murga y eso, amigos, no se perdona.
Olvida, por último, que no hay nada más grande que un local feliz repleto de gente sencilla, obreros o capitanes garfio malencarados y pendejos que ansían jamar cocina sencilla, gozosa y festiva: guisos de infancia, bocatas chorreantes, sopas lujuriosas, montañas de marisco, pedazos de carne, puré de patata, verdura jugosa, vino de la tierra y cerveza fresca.
El patético egochef se pelea a garrochazos con sus colegas y tira por la borda el crédito de un oficio feliz, sonrojando a quienes cocinan y se baten el cobre en el más puro anonimato. Que se lo miren. Pena, penita, pena.
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