Durante horas un rostro sin nombre ilustró la noticia de la muerte de un joven en el encierro de los toros de Jandilla en Pamplona. Se sabía que el toro que le había corneado en el cuello se llamaba Capuchino. Pero ni rastro de la identidad del chaval. La imagen de la anónima agonía comenzó a ser portada de casi todos los medios.
Hubo algunas excepciones. El Diario de Navarra mantuvo el rostro pixelado del joven hasta que se supo quien era y procedió entonces a mostrar la cara ensangrentada y sin vida del infortunado corredor. Después hubo cambio de parecer y cubrió con una banda sus ojos sin vida. Existe disparidad de opiniones en estos casos. Muy pocos medios tienen una idea clara al respecto, aunque todos saben que una cara ensangrentada vende más que una mancha pixelada.
Una imagen para debatir. Al principio, llegaron muchos comentarios de lectores mostrando su indignación por el hecho de que se viera la cara del muerto, pidiendo que fuera pixelada, suprimida, acusando a los periódicos de morbosos. Un lado de la moneda. Otras opiniones a favor de mostrar la realidad tal cual es. En este caso se juntan las encendidas polémicas que giran en torno a las actividades que cuentan con la presencia de toros bravos y que se avivan con cada noticia en la que la muerte de los animales, o de las personas, tiene lugar.
Pasan las horas y se sigue sin conocer la identidad del fallecido. Lo que era un argumento para los partidarios de algún tipo de censura se transforma en lo contrario. Incluso la alcaldesa de Pamplona, Yolanda Barcina, expresaba a media mañana su deseo de que la difusión de la imagen sirviera de ayuda para identificar el cuerpo. Entra en juego el elemento "tiempo". El rostro es una identidad. Si no se muestra no se conoce. Si se muestra sin identificar se genera una alarma innecesaria. Otro eterno debate. ¿Para qué mostrarlo cuándo ya se sabe quién es? ¿Por qué no hacerlo cuando se ignora?
El rostro ensangrentado de Daniel Jimeno Romero pone sobre la mesa una antigua discusión periodística y ética que a menudo se elude porque la audiencia, la misma que critica el uso de las imágenes, se siente fascinada por ellas. Ya no basta entonces con una fotografía. Siempre aparece la grabación del videoaficionado de turno que algún medio se lanza a mostrar de inmediato con la etiqueta de "exclusiva". Vemos entonces la muerte a cámara lenta, repetida, una y otra vez.
Pero cabría preguntarse de qué muerte estamos hablando. Hace unos días vimos cómo a Isis Obed Murillo, un joven hondureño, le volaban literalmente la cabeza. Vimos a Neda agonizando ante las cámaras en Irán. Se podría elaborar una lista interminable de rostros lejanos sobre cuya identidad nadie reclama protección. Más allá de un debate periodístico se trata también de una reflexión social. Todos los muertos tienen familiares y están asistidos por el mismo derecho a la intimidad que aquellos más próximos a nosotros. Nadie reclama píxeles para los cuerpos que salen de las pateras.
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