En Madrid estamos de inauguración: la nueva estación Metro y Cercanías de nuestra televisiva Puerta del Sol. En principio, inaugurar siempre parece una buena noticia. Por lo pronto, terminan las incomodidades que siempre lleva aparejadas una obra. Y ésta ha durado ya casi seis años. Pero es que, en este caso, lo que abre sus puertas es una infraestructura que facilitará la vida a mucha gente. Es más, la nueva instalación se ha planificado sobre la base de impulsar los incuestionados valores que hemos convenido en denominar —políticamente correctos— transporte público, peatonalización y cualificación del espacio público. Vamos, que lo tenía todo para triunfar.
Pero, mira tú por donde, algún iluminado consideró que todas estas bondades evidentes de la operación no eran suficientes. Y ahí comienza el desastre. Pensó que la gigantesca y compleja caverna que ha sido necesario realizar bajo la plaza no podía quedar simplemente sepultada y oculta en el subsuelo. Merecía aflorar a la superficie con un elemento reconocible, que gritara a los ciudadanos la magnitud del esfuerzo y la inversión realizada. Entonces, cómo no, llama a los arquitectos, que ya se sabe, estas cosas las hacen muy bien.
Una rápida miradita alrededor para buscar referencias, y encuentran el excelente Metro de Foster en Bilbao. ¡Eureka!, ya tenemos resuelto el otro problema de esta operación de maquillaje y propaganda que nos hemos propuesto: la forma física del reclamo que vamos a colocar ante la ciudadanía. Una entrada a la estación así como modernita y cristalina (por lo del contraste con la ciudad histórica, y que no nos llamen carcas), blandita (que ahora se lleva mucho) y como emergiendo del suelo (por lo de la topología o topografía o como se llame).
Gracias a Dios, la infraestructura quedará, y estoy seguro de que se beneficiarán de ella muchos de esos ciudadanos a los que algunos se empeñan en seguir tratando como imbéciles. Pero, o mucho me equivoco, o la tosca ballena poliédrica que nos presenta todo su lomo en el puto medio de la plaza dudo mucho que sea muy apreciada por los desconcertados viandantes. No porque sea fea, que ni lo sé ni me importa. Sino porque todo, a partir de la decisión de colocar un elemento de este tipo, está rematadamente equivocado:
Hace muchos años, nada más terminar la carrera, tuve la suerte, quizás demasiado prematura, de enfrentarme al encargo de un duro proyecto de vivienda colectiva privado. Con las dudas e inseguridades propias de ese período, elaboramos una propuesta tímida y algo ingenua, en la que pretendíamos el matrimonio imposible entre nuestras vigorosas convicciones escolares y las dificultades que vislumbrábamos en la vida profesional. Se la presenté con ilusión al promotor, un sólido ingeniero de caminos "de los de toda la vida". Después de un estudiado y amenazante silencio valorativo, me dijo: "¿Y dónde está el perifollo del arquitecto? Esto es más simple, chico. Te cambio todas esas cosas raras que me cuentas, por un perifollo de verdad, que salga en los papeles y con el que disfrutes a gusto". Me había noqueado con el primer golpe. Atravesé el resto del combate completamente grogui, perdiendo a los puntos asalto tras asalto, haciendo un proyecto cada vez más insulso mientras la dichosa pregunta retumbaba en mi cabeza.
Tardé algún tiempo, pero ahora ya sé que la arquitectura no es una cuestión de perifollos. Y lo que es más importante: la gente también lo sabe. Lo expresa cada uno a su manera, pero no les gusta que les quieran engañar y les tomen por imbéciles. No les gusta que les consideren incapaces de comprender el enorme beneficio que supondrá la nueva estación en sí misma, sin necesidad de tener que recurrir a un torpe y excesivo tocado.
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