'Déjame entrar', le dices a la taquillera del cine cuando se estrene la película el 17 de abril. "Pase, pase", te responderá el director sueco Tomas Alfredson. Póngase cómodo y bienvenido a este educado, respetuoso y sosegado encuentro con el terror. Te invita a su casa y te sirve un té helado. "Por favor, no me trates de usted. Aunque en mis vitrinas haya premios en Tribeca y Sitges y criemos vampiros, somos gente que hace lo mismo que todo hijo de vecino".
Y es verdad que uno, después de pasar dos horas con esta gente, no tiene la sensación de haber vivido una aventura muy distinta a la de aquella velada con los Wheeler que tienen su casita en 'Revolutionary Road'. Los niños de los Alfredson son un poco raritos, pero les hemos cogido cariño. Ya quedan sólo tres semanas para que esta familia aterrice en España, pero vamos preparando la mudanza.
Hay que irse haciendo a la idea de que después de visitarles, cuando vuelves a tu casa, la de siempre, te sientes de una extraña manera en el mismo escenario. Miras con desconfianza a esa hermana, la que nunca cuenta cómo le va en el cole, y a esa madre que hace sus monólogos en voz alta. Y no puedes dormir. El miedo es uno de nosotros. Y está aquí.
Hace tiempo que ya no se llevan las grandilocuencias terroríficas, los sucesos extraordinarios que hacen cundir el pánico. Esas películas son ahora para los amantes de los efectos especiales o de las superproducciones sin más, pero ya no dan miedo. Desde que el público perdió la capacidad de impresionarse, ha vuelto la discreción como arma electrizante. 'Déjame entrar' sabe ponernos los pelos como escarpias. "Parecía una persona normal" es la frase favorita de los vecinos de un asesino. Que se lo digan a los de la parcela colindante a los Fritzl. Veinte años de barbarie y ni 'Guten morgen' fuera de tono.
Hitchcock siempre lo supo y le encantaba juguetear con la idea. Y si ese ser normal era tu tío favorito y sobre él tenías que poner 'La sombra de una duda', mejor que mejor. Chicho Ibáñez Serrador fue más allá y propuso enfocar al miedo no en contrapicado ni a la altura de los ojos, sino en picado: ya no de 'tú', sino de con diminutivo había que tratar a los perversos infantes de '¿Quién puede matar a un niño?'. Y ese terror a la altura de la cintura resultó ser el más criminal. Por el ombligo llega directo a la sangre.
'Déjame entrar' es una especie de compendio del Padre —esos adultos alienados—, el Hijo —niños desorientados— y el Espíritu Santo —vampiros— del terror, todo en medio de una sobriedad que emplea la nieve, como si fuera Joyce, para tapizar y homogeneizar los impulsos abrasivos del hombre. La pulsión amorosa, el afán de pertenencia, la necesidad de la lealtad, la cotidianidad de la crueldad y la catarsis silenciosa del asesinato campan con naturalidad por las afueras de Estocolmo. Y no hay ni un solo ápice de humor, algo en lo que los suecos son infalibles. Por ponerse un poco picajosos, es verdad que un poco de marginación para acentuar y un demasiado de música enfática son los únicos puntos que balancean hacia el exceso la comedidísima puesta en escena de la película.
La protagonista de la película es una niña-vampiro. ¿Y qué? Por todos es sabido que con diez años, si no eres el gafotas eres el empollón. Si no, el mariquita, el larguirucho o el pequeñajo. Así que ser aprendiza de Drácula es sólo otra categoría en esa misma línea y, de hecho, pronto hace migas con el principal blanco de ese sadismo sordo infantil, el adorablemente trastornado Oskar. Da gusto ser vampiro y encontrarte a alguien que, a pesar de ser mortal, da mucho más miedo que tú, con su fascinación por los serial killers, su navaja bajo el colchón y su actitud taciturna. Eso es empezar con buen pie y no lo de 'Crepúsculo'.
Pero lo grande de 'Déjame entrar' es que, tal como está el patio, la chupasangre y el pequeño psicópata no tienen el menor problema en asumir el papel de los buenos de la peli. El público deja pasar unos minutos para tomar la decisión, que es difícil en un principio, pero se rinde ante la evidencia: hay un estudio de la sensibilidad adulta del niño apabullante, así que, ¿dónde hay que firmar para apuntarse al bando de estas criaturillas? Y de ahí a esa extraña sensación gozosa, porque la película es un ejemplo de atmósfera y de narración, pero hiriente por lo terrible de su mensaje, poco dado a la esperanza y que, por su inteligencia, cala mucho más hondo.
Y es que la película teje con delicadeza, con belleza por momentos mística, sus argumentos para destrozarte: la elegancia de una inquietud que nace no de que alguien tenga que alimentarse de sangre humana, sino de una tensión social que es capaz de estremecer hasta a un vampiro. Con esa eternidad que queda por delante, es difícil encajar que el mundo vaya cada vez a peor. También capta con sencillez la animalización que deja al ser sensible indefenso ante el mundo, la inversión de valores. La conversión de bondad en debilidad. Y, desde luego, la falta de solidaridad que sume al diferente en la soledad.
Por eso, cuando la película concluye con una hermosísima secuencia que aglutina en silencio un alto índice de emoción, violencia de serie B, lirismo de clase A y cine de 'honoris causa', te recorre un escalofrío y sólo puedes exclamar: ¡Qué miedo, tú!
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