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La tortícolis vasca

Por JAVIER PÉREZ DE ALBENIZ (SOITU.ES)
Actualizado 05-12-2008 07:47 CET

El collarín cervical acabará formando parte del vestuario tradicional euskaldún. Debería convertirse, junto a la entrañable txapela, en la seña de identidad de los hombres y mujeres de la patria vasca. No ya de gudaris, sino de ciudadanos normales, es decir, fruteros, notarios, taxistas, contables, albañiles, empresarios, zapateros, lehendakaris... El collarín es un ingenioso producto ortopédico que protege el atlas, el axis y el resto de vértebras del cuello, pero deja la libertad suficiente para no perder movilidad. Es decir, que evita el deterioro cervical de quienes, durante décadas, han mantenido la vista fija en el suelo para ignorar lo que estaba sucediendo a su alrededor. Y permite, al mismo tiempo, mirar para otro lado con total y absoluta seguridad.

Llevo horas escuchando y leyendo opiniones y análisis sobre el asesinato de Ignacio Uría. La mayoría forman parte de un bucle de apabullante mediocridad post mórtem, puesto que son repeticiones exactas de lo escuchado después de cada atentado. Zapatero, Rajoy e Ibarretxe, incapaces de abandonar los tópicos y emocionar, están incluidos en ese grupo gris.

Sólo me sorprenden dos cosas: la portada del diario 'El Mundo', demoledora, con una fotografía histórica que resume toda la miseria del País Vasco. Y una serie de comentarios escuchados en diferentes informativos: "han matado a un ciudadano vasco", "han acabado con un empresario vasco", "toda su vida ha trabajado creando trabajo para los vascos"...

En Azpeitia, la partida continúa. 'El Mundo' lo cuenta con una foto terrible, definitiva: la de los compañeros de Uría reunidos como todos los días para jugar la partida. La misma cuadrilla, la misma mesa, el mismo tapete... y un sustituto sentado en la silla de Uría, asesinado sólo unas horas antes. En la imagen, ninguno lleva collarín. Pero todos lo necesitan.


Un motivo para no ver la televisión

Esta noche, en Madrid, conciertazo: desde las ocho de la tarde en la madrileña sala Moby Dick sólo sonará buena música. Los Madisos, Dave & Christine de Marah, Jesse Malin, Joe D´Urso y una de mis debilidades: el entrañable y descomunal Willie Nile. Un precio de risa (23,75 euros), si es que aún quedan entradas (apenas 15 a la hora de escribir estas líneas), para un despliegue brutal e irrepetible de rock de calidad.

Y, por si fuera poco, el fin es altruista: este Light of Day forma parte de una serie de conciertos benéficos que comenzaron en 1995, fecha en que diagnostican la enfermedad de Parkinson a Bob Benjamin, manager de Joe Grushecky. Bob creó la fundación Light of Day, y en el año 2000 comenzó a organizar conciertos para recaudar fondos destinados a la investigación de la enfermedad.

Merece la pena ir al concierto sólo por escuchar a Willie Nile cantar 'Vagabound Moon'. En este vídeo lo hace para el joven Max Ingber, que con sólo cuatro meses ya baila el temazo con su madre (la de Max).

Y ahora una versión con banda completa, y ante un público más adulto, en NYC...

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