Tal vez la mejor forma de ilustrar el dominio que la violencia de las bandas de narcotraficantes ha establecido sobre México sean las cifras: 2.682 muertos en los primeros ocho meses del año, cifra que supera el total de 2007. O sea, más de diez muertos al día. O quizás sea más fácil hablar de la brutalidad creciente con la que los grupos criminales ajustan sus cuentas, habiendo adoptado como última modalidad de asesinato la decapitación. ¿Se está convirtiendo México en la nueva Colombia del continente americano?
Para tratar de responder ésta y otras preguntas, hablamos con Ricardo Ravelo, periodista especializado en narcotráfico del semanario de investigación mexicano Proceso. Ha escrito libros sobre el tema como 'Los capos', 'Las narco-rutas de México' y 'Los narcoabogados'. Con la frase "No hay espacio del país libre de tensión por la violencia del narcotráfico" empieza 'Herencia maldita. El reto de Calderón y el nuevo mapa del narcotráfico', su último trabajo. ¿Es para tanto? "Sí", responde tajante el periodista. Ravelo trata de hacernos comprensible un fenómeno que crece, amenazando con convertir a México, un país con una asentada (aunque deficitaria) democracia, en un Estado fallido.
Desde hace un par de años la violencia se ha recrudecido a tal grado que no hay rincón donde no se respire inseguridad, donde no haya sacudidas virulentas, choques de bandas por el negocio del narcomenudeo o policías relacionados con el narcotráfico.
La lucha entre bandas, que había sido dominio casi exclusivo del norte, se ha extendido a todo el país. Aunque sigue siendo particularmente cruenta en la frontera, donde ciudades como Tijuana, Ciudad Juárez o Culiacán se han convertido en verdaderos campos de batalla entre sicarios enfrentados que todos los días protagonizan una nueva carnicería.
Hasta hace algunos meses, parecía que la violencia del narcotráfico había dejado de ser un problema del norte del país y se había trasladado hacia el sureste, pero últimamente hay un repunte de choques de bandas, en Tijuana y Nuevo León [al norte]. Esto tiene que ver con una lógica que se ha mantenido vigente: quien domina la frontera se hace con el negocio y las organizaciones que operan en el centro del país se ven forzadas a negociar con las más poderosas para poder cruzar los cargamentos a Estados Unidos.
La extensión del cáncer del narcotráfico a lo largo y ancho de todo el país, ante lo que parece una desaparición en toda regla del Estado, ha tenido una consecuencia inmediata :el recrudecimiento de una violencia salvaje que deja impresionantes muestras de su ferocidad: cuerpos decapitados, atados o torturados forman parte de la realidad cotidiana de México. Un fenómeno que ha llegado a alcanzar hasta las bandas de música grupera.
La violencia cada día es mayor y más cruda, hay una mayor carga de saña en cómo se gestiona ésta. Antes veíamos por todas partes la llamada ejecución común, ahora esto ha ido modificándose con otras prácticas de muerte como la decapitación o la desaparición, que consiste en quemar los cuerpos hasta convertirlos en ceniza.
La estrategia de despliegue masivo de efectivos militares ha sido la seña identificativa del actual sexenio presidencial, dirigido por el derechista Felipe Calderón. El presidente mexicano ha debido lidiar con la herencia de su predecesor en el cargo, Vicente Fox, cuyos operativos no tuvieron demasiado éxito. Calderón se ha tomado el problema casi como algo personal y está resuelto a "rescatar todas las regiones azotadas por los narcos". Para esta tarea, ha decidido contar con los más de 36.000 militares que ya están desplegados por todo el país. Pero la presencia militar no está exenta de polémica, especialmente cuando se dan casos como el de Ernestina Ascención Rosario, indígena de 73 años que fue violada hasta la muerte por varios soldados en la Sierra Zongolica. O el de una familia entera asesinada por un retén militar en Sinaloa, uno de los estados más castigados por la droga.
En ningún lugar del mundo la multiplicada presencia militar es un buen presagio, ni signo de estabilidad. Se ha pretendido combatir un problema estrictamente policíaco con un ejército muy mal entrenado en estas tareas. Es una postura ilusa del Gobierno pretender derrotar a la mafia. Y, por desgracia, la sociedad ha creído ese discurso oficial. Llegará un momento en que finalmente se tendrán que sentar a discutir y ponerse de acuerdo. Porque ninguno de los dos quiere acabar con el negocio: el dinero de narcotráfico es puntal de muchas economías latinoamericanas como la nuestra.
La elección del Ejército para encabezar el combate a los narcos no es casual. Según Ravelo, más de la mitad de las corporaciones de policía mexicanas tienen algún vínculo con los siete cárteles que operan en México. Él ha llegado a hablar de una "policía cartelizada", un oficio consustancialmente ligado a la corrupción y concebido como un negocio que camina de la mano con el tráfico de droga. El gran riesgo que ahora ven expertos como Ravelo es que suceda lo mismo con el Ejército y que éste acabe integrándose en la propia estructura de los cárteles criminales.
El temor no es en balde y una sombra planea sobre la política militarista y de tolerancia cero de Calderón: el recuerdo de los Zetas. Nacidos como un cuerpo de élite que, precisamente, combatiera el narcotráfico, los Zetas pasaron de las filas castrenses a engrosar las del Cártel del Golfo, que se convirtió en la primera organización en contar con un cuerpo paramilitar propio.
El riesgo que está latente a cada minuto en el país es que se vaya a repetir el fenómeno de los Zetas. El gobierno tiene un gran problema: sanear las policías y limpiar sus cuerpos de seguridad para que vuelvan a ser confiables. Es un proceso que se está llevando a cabo ahora, pero que llevará por lo menos una década. Otro interrogante que plantea dar tanto protagonismo al Ejército en la lucha contra el crimen organizado es si, después de varios años de intervención militar, puede haber capacidad del poder civil para hacer regresar a los militares a los cuarteles. Los puede tentar el poder.
El narcotráfico en México no es un problema nuevo. Su situación geográfica lo convierte en obligada zona de paso al suculento mercado estadounidense, el mayor del mundo con sus seis millones de consumidores de cocaína. También hay que tener en cuenta un aumento de poder que han experimentado los cárteles mexicanos como consecuencia del debilitamiento de las bandas colombianas. Según Ravelo, dos momentos clave han hecho que esta actividad delictiva se desate y escape totalmente del control del Gobierno. Por un lado, la desaparición a finales de los años 80 de la Dirección Federal de Seguridad, una policía dedicada al espionaje y la negociación con criminales. Aunque corrupta, ejercía de dique de contención de las bandas criminales. ¿Y por el otro? La caída del PRI, que gobernó el país durante 70 años, en 2000.
De pronto se pasa a un caos llamado transición y los narcotraficantes empiezan a demostrar saber jugar mejor que los políticos el juego de la alternancia, extiendéndose por la República. Negocian con alcaldes sin importarles el partido al que pertenezcan, porque lo que importa es la impunidad y el negocio. Siempre exigen como condición que la policía esté de su lado. Es una suerte de improvisación en el acceso al poder que permea hasta las estructuras más bajas. Mientras los políticos se están peleando, ellos se posicionan, toman controles sociales, estructuras clientelistas y sólidas. Y cuando el Estado advierte que está penetrado y toma la decisión de combatir con fuerza, es demasiado tarde, sobre todo cuando en las estructuras municipales, la mayor parte de los actores políticos han tejido algún tipo de relación, directa o indirecta, con figuras del narcotráfico. A los políticos no parece importarles el daño que genera que en las campañas entre dinero del narcotráfico con tal de colocar piezas en el Congreso o en las presidencias municipales [ayuntamientos]. Y cuanto más suceda esto, más nos pareceremos a un narcoestado.
Independientemente de la fuerza represiva del Estado, se tiene que acompañar esta política de otras medidas que no se ven, como la destrucción de las redes patrimoniales. El dinero del narco ha creado poderosas empresas que siguen generando ganancias millonarias y que alimentan el negocio y aumentan la capacidad de respuesta a las medidas del Gobierno.
Sin embargo, un ataque a la red económica de los narcotraficantes es sólo una de las soluciones. Otra, estructural y de más hondo calado, también se revela como fundamental. Como en su día hizo Hamás en Palestina, los narcotraficantes han aprovechado las fallas del estado de bienestar mexicano para erigirse como benefactores de los más necesidades, paliando las múltiples deficiencias de la política social pública y granjeándose apoyos en todos los niveles.
Otra cuestión fundamental es reforzar la política social. El gobierno tiene una gran falta de credibilidad en buena parte del país y tiene la tarea política de revertir este fenómeno y hacer que la gente vea que es mejor estar del lado del Estado que del lado del crimen. El Estado, al abandonar en parte la política social, ha dejado huecos abiertos en los que el narcotráfico se ha asentado: atienden demandas sociales, pavimentan calles, colocan alumbrado público, atienden enfermos, construyen escuelas, reparten dinero entre la comunidad pobre y ganan impunidad y aceptación.
Visto el panorama, parece difícil resistirse a establecer una comparación con el caso de Colombia, otro país fuertemente marcado por la huella del tráfico de drogas. Ravelo va más allá y le augura a México un futuro similar.
Creo que ya nos parecemos mucho a Colombia: hemos tenido brotes de terrorismo, violencia extrema, cerca de 5.000 muertes, inseguridad, psicosis, etc. Lo único que falta es descubrir que un presidente llegó al poder con la ayuda del dinero del narcotráfico, como ocurrió con Ernesto Samper. Por lo demás, el escenario es muy parecido.
Lo que empieza a posicionarse en el imaginario colectivo es que, de continuar, esta ola de creciente violencia, lejos de servir como un instrumento de legitimación para el régimen actual, va a generar una verdadera crisis de capacidad frente al problema. Pronto podríamos ver a México como uno de esos estados fallidos.
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