Con todo lo disfrutones que son y con lo que les gustan los manjares parece mentira que a uno de los Glotonios las ostras le dieran repelús. Eso fue, claro, hasta que no tuvo bemoles para confesarle a Jorge Oteiza que no le gustaban. Si no el escultor le habría insultado, le habría humillado y hasta le habría clavado un florete. Así era Oteiza, bravo y exagerado a la vez que genio, generoso y amigo. Hoy cumpliría 100 años. Recordamos su figura a través de un texto que aquel Glotonio que hoy disfruta las ostras con un placer inmenso escribió en su libro Porca Memoria.
Cada cual tiene en este mundo sus ídolos. Para mí, el escultor Jorge Oteiza ha sido la persona más importante que he conocido en la vida. Mi amistad con él viene de antiguo, lo conocí a mis veinte añitos o así, en su casa de Alzuza, pero nuestra amistad creció mucho más tarde, precisamente tras ese artículo en el que yo decía que muchas obras de Chillida -al que también tuve el gusto de tratar y querer- ya las había hecho Oteiza veinte años antes.
Por lo visto ese artículo llegó en el momento justo y Oteiza no paraba de llamarme por teléfono, diciendo burradas, como de costumbre: ‹Me quieren poner un marcapasos. Les he dicho que se lo metan por el culo. ‹Si no te lo ponen, te vas a morir.
- Ya estoy muerto, hace mucho tiempo.
Y en parte tenía razón: su última escultura la realizó el año de mi nacimiento. Ahora estudian su obra en universidades de todo el mundo, y artistas como Richard Serra reconocen que no se pueden recorrer caminos en el arte sin tropezar con la obra precursora de Oteiza. En 1958 llegó a donde muchos llegarán probablemente algún día en el futuro. Si tienen mucha suerte y gran ingenio.
Todo era de esta guisa con él. Las palabras provenían siempre de más allá del país de los superlativos. Estaba viejo, solo y jodido, pero era un genio. No he conocido a nadie como él. Al mismo tiempo también era un niño caprichoso, vanidoso y malcriado.
Por aquel tiempo tenía un juicio pendiente en los juzgados de Pamplona. La causa era que, cuando Itziar -su gran amor y santa esposa-, estaba en el hospital moribunda, no la atendían como era debido. O eso creía Jorge. Ni corto ni perezoso, sacó una pistola al aire y disparó un par de tiros. Dijo que aquello se había acabado, que debían poner a su mujer en una habitación individual y que la atendieran como era menester. Que si no se cargaba a todo Dios y a la madre que los fundó. No es difícil imaginar las caras de pánico de médicos y enfermeras corriendo por pasillos y escaleras, ante un anciano atómico de más de ochenta años, armado con una pistola cargada.
- ¿Cómo puedes haber hecho una cosa así?- le preguntaba.
- ¿Qué quieres que haga un anciano desvalido como yo? Si no saco la pistola, no me habrían hecho ni caso.
La última vez que me llamó desde su casa de Zarautz, unos meses antes de morir, me preguntó dónde me encontraba. Cuando le contesté que estaba en mi casa, en Hendaya, me dijo:
-Prepara algo de cenar. ¡Voy nadando!
Para quien no lo sepa, entre Zarautz y Hendaya hay unos cuarenta kilómetros de costa, con olas que hacen naufragar al más avezado lubinero y alimentan percebes con su espuma.
Oteiza era un gran comilón, un sibarita enamorado de los pescados y mariscos. Si le confesabas que te gustaba la merluza, por ejemplo, empezaba a insultarte. Para él, la merluza era una sinsorgada, sin sabor, ni gracia, ni nada de nada. Un pescado muerto. Le gustaban los pescados sabrosos, los azules, el rodaballo asado en parrilla, los salmonetes...
Un día entramos los dos a comer en un establecimiento de Getaria. Me había llamado para que organizara un comando a fin de matar al entonces consejero de Cultura del Gobierno vasco, Joseba Arregi. Decía que era muy fácil, que con un rifle de mira telescópica desde un tejado bastaría. También decía que él correría con todos los gastos, pero que debía ser yo quien organizara la carnicería.
Cuando le dije que estaba como una cabra, que yo soy un tipo muy pacífico y que cómo era posible que se le ocurriera pedirme una cosa semejante, me respondió que al terrorismo cultural de algunos políticos sólo se puede combatir con el terrorismo auténtico. Al negarme a participar en aquel teatro exagerado, intentó insultarme lo más que pudo:
- Etxeberria, tú, en el fondo, eres un cristiano.
Entramos en el restaurante acalorados, enzarzados en una discusión. Miraba al Ratón de Getaria y decía que el pueblo vasco es un desastre, un pueblo totalmente equivocado, tuerto y ciego, formado por gente que miraba aquella roca y veía en ella la forma de un ratón, cuando, en realidad, se trataba de una ballena varada que había decidido morir en nuestras costas. Que nadie se puede fiar de un pueblo que confunde una ballena con un ratón. Y así. Oteiza era, también, muy generoso: regalaba esculturas a los amigos y siempre pagaba él la comida o la cena. No había manera de impedírselo. Ni a cañonazos.
Al entrar preguntó, aún de pie en medio del restaurante, si tenían percebes frescos. Le dijeron que aquel día no había. Entonces desenvainó un florete que llevaba camuflado en el interior del bastón, lo blandió en el aire aterrorizando a cuanta camarera y comensal había en el lugar, y se puso a jurar en arameo.
- ¡Ya te decía que este pueblo es un desastre! ¿Cómo es posible que no haya percebes en Getaria?
Vino el dueño y casi lo mata allí mismo. Oteiza al dueño, quiero decir. Menos mal que ya lo conocían en aquella casa. "Don Jorge" le llamaban. Para calmarlo le dijeron que había nécoras, cigalas y ostras. ¡Ostras! La debilidad de Oteiza y un verdadero martirio para mí. Lo había intentado docenas de veces, pero nunca había conseguido tragar ni una sola. Me daba mucha pena perderme el gozo, pero eran demasiado para este paladar sensible. Oteiza pidió cuatro docenas para los dos.
Cuando las trajeron a la mesa, no tuve bemoles para confesarle que no podía con ellas. De confesárselo, me habría insultado y humillado, me habría clavado el florete, habría llamado a un taxi para irse y me habría dejado allí solo, abandonado, desangrándome y sin pedir una ambulancia. Me lo tenía bien merecido por no apreciar las ostras.
Empecé a comer una, disimulando la repugnancia inmensa, haciendo de tripas corazón. Seguí con otra y luego con una tercera. Así hasta las veinticuatro que me tocaban, pues Oteiza las había contado todas. Una a una. Temía que le robara alguna de las suyas.
Aquí estamos ahora, unos pocos años más tarde: anoche comí una docena de ostras con un placer inmenso. También le debo eso a Oteiza. Cada vez que me llevo una a la boca, me acuerdo de él y de aquel día.
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