La Unión Europea se la juega hoy en Irlanda. Los tres millones de irlandeses que están convocados a las urnas para expresar su opinión sobre el Tratado de Lisboa tendrán en sus manos el futuro de 500 millones de europeos. Si gana el 'no' -como apuntan los últimos sondeos-, la institución podría volver a la enfermería en estado crítico, tal y como le ocurrió después del varapalo que franceses y holandeses le dieron con la Constitución Europea.
La decisión que este jueves tomen los irlandeses sobre el último intento de los Veintisiete por convertir la UE en algo más que una unión económica puede conducir, de nuevo, a una solución de emergencia, en la que los políticos tengan que inducir a un coma a este organismo creado tras el Tratado de Roma de 1957.
Resulta que Irlanda, país miembro de la UE desde 1973, será el único de los 27 -a no ser que los jueces británicos digan lo contrario- que someterá a referéndum el Tratado de Lisboa, secuela de la Constitución Europea que quedó enterrada tras el abrumador rechazo de franceses y holandeses. La Constitución irlandesa obliga a someter estos textos a consulta popular, mientras que el resto de países comunitarios han ido aprobando el documento en sus respectivos Parlamentos, sin la participación directa de los ciudadanos. A pesar de que los tres grandes partidos, la patronal y los principales medios de comunicación irlandeses se han unido para pedir el 'sí', los europeístas no las tienen todas consigo. El 'no' (en el que se incluye una amalgama de partidos de extrema izquierda, derecha, católicos (el Sin Fein) y críticos con el 'establishment') ha ido ganando peso y los últimos sondeos lo coloca ligeramente por encima de los pro-Tratado de Lisboa.
Irlanda ya asestó una herida de muerte al primer Tratado de Niza de 2001, que tuvo que ser modificado por la decisión de 76.000 ciudadanos que depositaron en la urna su papeleta con el 'no'. Ahora podría ocurrir algo parecido. Pero éste no será ni el primer, ni parece que el último obstáculo al que tenga que hacer frente la UE.
El Tratado ya ha sido ratificado por los parlamentos de quince países, y queda pendiente de conocer la opinión de otros once. En el caso de España, el Gobierno no se ha dado tanta prisa como cuando sometió a referéndum la nonata Constitución Europea. El nuevo texto constitucional todavía no ha sido sometido a votación por el Senado y el Congreso, y no hay fecha fijada. En esta ocasión, por tanto, los ciudadanos no podrán expresar su opinión, aunque según el último barómetro del Real Instituto Elcano, este no es un tema que preocupe ni interese mucho, pues el 56% de los encuestados reconoce que no tiene ninguna valoración sobre él.
El principal escollo en el que que coinciden tanto los Gobiernos comunitarios como la propia institución es el "desapego" que la mayoría de europeos siente por los asuntos comunitarios, y que se manifiesta de forma cada vez más clara en las elecciones europeas, donde la participación ha pasado del 63% en 1979 al 45,5% en las últimas de 2004. Esta semana, el ministro de Trabajo e Inmigración español, Celestino Corbacho, advertía a sus colegas que no se sorprendieran "si los ciudadanos se distancian cada vez más" de la UE, tras la aprobación de medidas como permitir alargar la jornada laboral a las 65 horas a la semana.
Sin embargo, muchos eurodiputados han lamentado en distintas ocasiones la actitud de los Gobiernos nacionales de tirar balones fuera y echar la culpa de todos los males a Europa. Acaba de ocurrir en España con la huelga de transportistas, donde el Ministerio de Fomento ha dicho que la UE impide fijar un precio mínimo de los carburantes. Y es que para lo bueno y para lo malo, la presencia en el grupo de los Veintisiete acarrea beneficios (ayudas comunitarias, fondos europeos, ampliación de derechos, mayor protección judicial...) pero también perjuicios (subida de precios, euribor, cuotas de mercado...)
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