El último gran terremoto en China se remonta a 1976 y ha quedado grabado en la memoria de todos los chinos porque precedió en unas semanas a la muerte de Mao Tse-tung.
Eran las 3 y 52 minutos de la madrugada del 28 de julio de 1976: un seísmo de 8,2 grados en la escala de Richter, con epicentro en Tangshan, provincia de Hebei, provocó una de las mayores catástrofes del siglo XX: 242.719 muertos oficialmente, y hasta 700.000 víctimas según otras estimaciones.
En un país donde los signos se interpretan permanentemente, el seísmo fue interpretado como portador de grandes cambios. Irrumpía unos meses después del fallecimiento de Zhou Enlai, el Primer Ministro, muy querido por una población que lo consideraba baluarte frente a los excesos del Gran Timonel, Mao Tse-tung. Asimismo, precedió en poco tiempo a la desaparición, el 9 de septiembre de 1976, del propio Mao, el Dios viviente de la China durante decenios, marcando el fin de una era.
Resulta difícil no pensar en ese acontecimiento bisagra de la historia de la China moderna al escuchar las noticias del seísmo de Sichuan. Porque, si existe una constante en China, es esta intensa dimensión simbólica, como revela la elección del 8 de agosto de 2008 (8-8-08), a las 8 horas, para la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín. Y el seísmo se ha producido precisamente... a 88 días de esa fecha.
Pero las mismas causas no producen necesariamente los mismos efectos. Tanto en 1976 como en 2008, el poder sigue en manos del partido comunista chino, pero, si hace treinta y dos años se trataba de un fin de reinado que todos esperaban, hoy existe un poder revitalizado que ha hecho de China una de las grandes potencias del momento.
Otra diferencia: en 1976, Pekín rechazó toda ayuda internacional y China se replegó sobre sí misma para hacer frente a su desgracia. Hoy, los dirigentes chinos, aleccionados por las experiencias del pasado, e incluso por el mal ejemplo (¡que ellos han apoyado !) de sus amigos de la junta birmana en su reacción a las consecuencias del ciclón Nargis, actúan con relativa transparencia.
Las televisiones muestran repetidamente al primer ministro Wen Jiabao, que hace ejercicio con asiduidad, en todos los frentes de la tragedia, reconfortando a las víctimas, coordinando y aportando impulso político para que el auxilio sea más rápido, más eficaz.
El poder chino sabe que se juega parte de su legitimidad en estas catástrofes naturales que acostumbra a padecer la China. A principios de este año, pudo verse al mismo Wen Jiabao exponiéndose a la cólera de cientos de miles de mingongs (migrantes) bloqueados por la nieve cuando se disponían a regresar a sus pueblos de origen para celebrar el año nuevo chino.
Un poder autoritario compasivo, ésa es la imagen que proyecta el partido comunista en tales momentos.
Con todo, el 2008, que debería ser el año de gloria para el poder chino por esos Juegos Olímpicos en los que tanto ha invertido, en todos los sentidos del término, se transforma en annus horribilis.
Las intemperies de principios de año perturbaron durante semanas las vidas de cientos de millones de personas; tras éstas, se produjeron los acontecimientos del Tibet, que provocaron una crisis de imagen para el poder chino ante la opinión pública mundial y están lejos de haber concluido; y, por último, el violento seísmo y sus millares de muertos en la provincia más poblada de China, Sichuán. Para quien crea en los signos, hay material de sobra…
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