¿Qué tiene Céret, un pequeño pueblo del Pirineo francés para que Picasso, Braque o Gris lo escogieran como lugar de veraneo? Hoy, en su calle mayor donde los payeses venden peras de San Juan y frambuesas, el tiempo parece no haber avanzado en un siglo. Sigue en pie el Grand Café donde los cubistas tomaban un trago tras una dura jornada ante el caballete, y los mismos plátanos frondosos ofrecen un refugio contra el sol implacable del mediodía. Cien años después, Céret sigue siendo colonia de artistas. Los últimos, Perejaume, Tom Carr y los valencianos Bleda y Rosa, ya no usan ni pinceles ni tubos de pintura Ripolin, sino ordenadores y cámaras digitales.
'Paisaje de Céret', de Pablo Picasso.
Los primeros artistas veraneantes en Céret, entonces un pueblecillo de mil habitantes, fueron Manolo Hugué, 'Manolo', Frank Havilland y el músico Déodat de Severac, que habían frecuentado el destartalado Bateau Lavoir de París donde tenía su guarida Picasso. En julio de 1911 el artista siguió a sus amigos y se instaló primero en el hostal del pueblo junto con Fernande Olivier, su pareja, y una mona a la que llamaba 'Monita'. Atraído por la cercanía de Barcelona, donde vivía su familia, por la vida barata y las corridas de toros, Picasso acabó alquilando unas amplias habitaciones en la Maison Delcros, situada en medio de un parque, a la que los lugareños llamaron desde entonces la casa de los cubistas. Picasso cocinaba ajoblanco mientras Fernande escandalizaba fumando y rociándose de perfume. Acudían a las fiestas populares donde se bailaban sardanas y caminaban a pie hacia Colliure donde estaba Matisse. Picasso le reclamaba por carta a su marchante Kahnweiler sus colores Ripolin: sus tubos de verde veronés, negro marfil, marrón momia….y también su "quimono amarillo con flores".
Enseguida llegó Georges Braque, otro pupilo de Khanweiler, que quedó impresionado al ver 'La acordeonista', 'Hombre con pipa' y 'Hombre con mandolina', pinturas en las que el malagueño fragmentaba radicalmente la realidad, más allá de lo que había hecho con 'Las señoritas de Avignon' en 1907. En Céret se consumó la invención del cubismo que se había gestado en otro pueblecillo, Gòsol. Trabajando febrilmente en estudios contiguos, Picasso y Braque experimentaron con una estructura piramidal similar y con el sistema del collage, insertando motivos cotidianos en sus naturalezas muertas, como la cabecera del diario local L’Independant, pipas, naipes o botellas.
Muchos años más tarde, en el MOMA de Nueva York, un visitante español detectó un error que tuvo que ser inmediatamente subsanado. En una de las pinturas picasianas de 1909, los años de Céret, los conservadores identificaban como tubo de pintura un objeto alargado con incisiones que era en realidad …¡una botella de Anís del Mono¡. Lo explicó William Rubin, que abordaba con infinitas precauciones cualquier interpretación de las pinturas de Picasso.
Gran Café del pueblo, donde los artistas se reunían a descansar.
Picasso regresó a Céret en 1912, con Eva Gouel, su nueva compañera, y de nuevo en 1913, acompañado del poeta Max Jacob. En 1954 apareció por el pueblo con una mujer joven y morena, Jacqueline Roque, que acababa de desplazar a la rebelde Françoise Gilot. Cuentan que Picasso se entristeció al contemplar la sierra del Canigó (Canigou, en catalán), tan cercana al país donde no podía volver.
Y tras sus pasos, vivieron temporadas en Céret Juan Gris, Auguste Herbin y Max Jacob, los tres en 1913; Moïse Kisling en 1912; en los años veinte Masson, Soutine, Chagall, Dalí, Harold Weston y Pinchus Krémegne, el último de los cuales se estableció en el pueblo y siguió pintando paisajes hasta la década de los 80. En los 40 se afincó Raoul Dufy. En los 50 se anotan los nombres de Arbit Blata, Pierre Brune o Jean Capdeville y en los 60 el de Peter Sprengholz.
Una selección de las pinturas que todos estos artistas crearon se presenta en el museo de Arte Moderno de Céret hasta el 31 de octubre. Que el pueblo no ha cambiado mucho se constata al observar los temas repetidos una y otra vez: el puente del diablo, el convento de los Capuchinos, la plaza de la Libertad…Y, en muchas telas, la montaña del Canigou, una especie de tótem sagrado para los catalanes del norte. Titulada 'Céret, un siglo de paisajes sublimados', la exposición se limita a dos pequeños dibujos de Picasso y un soberbio óleo de Juan Gris en cuanto a los nombres de la primera fila de la vanguardia histórica. No es fácil que museos y coleccionistas reconozcan el papel que tuvo Céret en la gestación de las vanguardias. Un coleccionista tozudo se opone a que un dibujo de Picasso represente el Puente del Diablo de este pueblo, como está confirmado. Cree que tendrá más valor si lo identifica como el Pont Neuf de París…
Pero la exposición ofrece descubrimientos, como los dibujos inéditos, delicados y titubeantes, que el poeta maldito Max Jacob realizó en Céret a la sombra de Picasso. O la colección de paisajes de Chaïm Soutine, el apasionado pintor lituano que retrató casas y árboles de Céret tambaleantes, como si estuvieran en el centro de un huracán. El visitante constata con algo de melancolía que la época heroica de Céret y los pintores que destruían la tradición no ha vuelto a repetirse y que su huella sigue presente en otros menos dotados o bien incapaces de liderar una revolución artística.
Josephine Matamoros, la activa directora del museo, está empeñada en una justa reivindicación. El paisaje es ahora el mayor activo de Céret, y se indigna cuando los coches se apoderan de los espacios libres a la orilla del río Tech, tiñendo de polvillo contaminante los tilos. Precisamente la videoinstalación del catalán Perejaume, que grabó los murmullos que se producen con el roce de la vegetación, inaudibles para el oído humano, propone preservar la esencia de la tierra con el máximo respeto.
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