Bares, tascas, bistrós, cafés… han sido desde el siglo XIX un elemento fundamental en la literatura. Muchas de las mejoras obras se han escrito sobre veladores de mármol, se han inspirado entre humo y vino o se han discutido entre la calidez de grandes espejos y algún que otro aprendiz literario. Espacios que con el tiempo, tiempo moderno e incomprensible, han ido quedando relegados a un segundo plano, deshabitados de personajes peculiares que son los que le otorgan su auténtica validez.
Sin embargo perduran en lugares apartados de los viales principales de las grandes ciudades refugios que cobran vitalidad con la noche y el alcohol. Son estas guaridas las que no deberían desaparecer nunca pues otorgan a las urbes su rostro verdadero y humano. ¿Pero qué ocurriría si se esfumaran definitivamente este tipo de locales?
La respuesta es incierta pero ya en el siglo pasado Chesterton tuvo la genial-espantosa idea de formularla encubierta en una hipotética prohibición gubernamental de venta de alcohol. ¿Cómo actuaríamos si no pudiésemos acudir a nuestro habitual bar para tomar una pinta? La respuesta a modo de libro fue la divertida e irónica: La taberna errante.
El gordinflón y genial inglés contextualiza esta obra en la Inglaterra de principios de siglo donde una particular aristocracia parlamentaria, henchida de buenos modales e intenciones, toma al Islam como nueva fuente de moral pura y costumbres saludables. Tranquilos, no haremos símiles con la Alianza de las Civilizaciones, Barack u otros hechos futuros que sin duda modificarán el mundo, Pajín dixit.
Ante el cierre de las distintas tabernas por la obligada ley de abstinencia, dos personajes dispares, un Quijote con su correspondiente Sancho, recorren diferentes capítulos de divertidas historias al burlar la severa y estúpida ordenanza. Acompañados de un barril de ron y un gran queso a modo de fieles compañeros van de población en población con el cartel de la vieja taberna ofertando el ebrio brebaje a todo aquel que lo quiera probar. Una taberna ambulante que congrega a los diferentes parroquianos huérfanos de un techo donde poder compartir licor y compañía.
En este recorrido, lleno de sarcasmo y crítica al hipócrita comportamiento burgués que quiere a través de la censura de comportamientos generales imponer su pensamiento, es donde Chesterton destapa los "vicios" de esta élite. El arte abstracto o el vegetarianismo en boga confieren a estos nuevos dictadores civilizados un halo de guardianes de un nuevo orden mejor y más higiénico, siempre, por supuesto, por el bien común. Una especie de clase social parecida a la de Marina Castaño pero con mejores modos y mayor fondo intelectual, cosa a priori no muy difícil.
Esa mascarada de modernidad, cuando lo que realmente hay debajo es el rancio conservadurismo, queda resquebrajada a modo de carcajada en la obra reeditada por Acuarela. El alegato que realmente defiende el creador del Padre Brown va más allá de un ataque contra lo reaccionario, lo que defiende son las maneras de relacionarse, la comunicación y los recintos donde se produce esta. Algunos lo definen como sociabilidad, Chesterton con su tradicional toque hilarante lo convierte en un argumento de su obra, como siempre ácida y ocurrente.
Aquellos que no hayan tenido nunca el placer de haber leído al inglés es el momento de tomarle medidas. Aunque al principio puede resultar no muy fácil (el tamaño si importa), poco a poco vamos desglosando la pícara mirada a la que nos tiene acostumbrados. En una década como la que padecemos, llena de prohibiciones (tabaco, venta de alcohol, cierre pronto de los bares…), es conveniente mantener la visión corrosiva y cargada de risas de Chesterton capaz de desternillarse de lo absurdo de determinadas leyes, imposibles de cumplir incluso por el mismo torpe legislador que las promulgó.
*Alfonso Tordesillas, Gonzalo Queipo y Francisco Llorca forman el colectivo literario 'Tipos Infames'.
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