A Alfonsín no le ayudó nadie, sólo la gente

BUENOS AIRES (ARGENTINA).-  La política no tiene corazón, y los periodistas no deben escribir en primera persona.

Ho (REUTERS)

Los argentinos dicen adiós a Alfonsín.

La muerte de Raúl Alfonsín desmiente lo primero y permite una excepción en lo segundo. Me despierto, tras una interminable noche, con perfecta conciencia de dónde tengo el corazón. Está ahí, porque me duele. Y me duele por un hecho político. La mitad de mis conocidos podría burlarse de tanta sensibilidad. Al fin y al cabo, ¿a quién le importa la política? ¿No es lo peor que tenemos? Detestamos y despreciamos a 'los políticos', esos seres venidos de Marte, taaaaan diferentes al resto de nosotros, los ejemplares ciudadanos.

Me da igual lo que piensen. Anoche estuve frente al domicilio de Alfonsín, mañana iré con mi amiga Paula —siempre coherente en sus ideas aunque hayan pasado 25 años— al funeral.

¿Estoy loco? Se supone que estos días en Buenos Aires son de vacaciones.

No, no estoy loco. Más bien me siento aliviado de vivir este momento en mi país, y no a 11.000 kilómetros de distancia.

Si algo le devolvió Alfonsín a los argentinos en 1983 eso fue la pasión por la política, por el debate de ideas. Los convenció de que la democracia era 'el' sistema. Y si ese sistema se encamina ahora hacia su vigésimo séptimo año, en buena parte se debe a la presidencia de Alfonsín.

El corazón de la política latía con una intensidad desconocida en esos arrolladores meses del '83 que marcaron el final de la dictadura militar. Con sus encendidos discursos, de una profundidad política que se extraña hoy y de una solidez sintáctica casi perdida en la Argentina, me sedujo y sedujo a millones de personas, muchas de ellas, como yo, dando los primeros pasos en la adolescencia.

Con varios de esos ya no precisamente adolescentes me encontré anoche, frente a ese sencillo departamento de la avenida Santa Fe en el que residía Alfonsín. Llamativo: el discreto abogado de provincia radical vivía exactamente sobre las galerías 'Bond Street', meca de cierto modernismo 'under' profundamente porteño, pero lejano a Alfonsín como pocas cosas.

No conocía a ninguno de los que, desde la calle cortada, miraban hacia el departamento esperando ver nadie sabía exactamente qué. Pero hablando, recordando el pasado y comparándolo con el presente, me di cuenta de que muchos siguen pensando que hay algo más que peronismo en mi país. Pensé que no es inevitable la sensación que el periodista Esteban Schmidt —en su corrosivo e irreverente 'The Palermo Manifesto'— destaca a partir de los '90: que todo el mundo, 'gobernantes y gobernados', forma parte en la Argentina de la hidra que es el peronismo.

Imaginen que Adolfo Suárez, además de hacer todo lo que hizo, hubiera juzgado los crímenes del franquismo. Sí, orígenes muy distintos los de Alfonsín y Suárez, historias no estrictamente comparables las de ambos países. Pero lo cierto es que Alfonsín lo hizo: envió a juicio a las Juntas Militares que gobernaron entre 1976 y 1983. También fue durante su gobierno que se condenó a 30 años de prisión a Mario Firmenich, jefe de la organización Montoneros.

Todo lo hizo Alfonsín desde una debilidad asombrosa, apoyado sólo en votos, algo que en la Argentina del siglo XX nunca fue garantía de nada. Enfrente tenía al poderoso 'partido' militar, pero también al caótico peronismo que diez años antes había resuelto una de sus inevitables tensiones entre derecha e izquierda con una masacre en la zona del aeropuerto internacional de Ezeiza. Los sindicatos —peronistas— le hicieron 13 huelgas generales (¡13!) en cinco años. ¿Cuántas hubo en España en los últimos 25 años?

Enrique Marcarian (REUTERS)

Los argentinos hacen cola para despedirse de Alfonsín.

A Alfonsín no lo ayudó nadie, sólo la gente —que es cierto que en esos años no era poco—, porque los medios de comunicación, los mismos que hoy lo elogian sin reparos, fueron extremadamente duros en el inicio de aquella transición democrática de la que tanto se esperaba, y que bien lejos estuvo de cumplir todos los sueños que desató.

Es cierto que Alfonsín puso un límite a su propia obra con las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Pero vean por favor el contexto, observen lo que hicieron el resto de los países de la región en el camino a la democracia en esos irrepetibles '80:

• Brasil: se dictó una 'mutua amnistía' y no se persiguió a ningún militar de la dictadura
• Uruguay: una ley frenó cualquier posibilidad, y luego se aprobó una amnistía votada en plebiscito
• Chile: se aceptó la Constitución escrita por el dictador Augusto Pinochet, jefe de las Fuerzas Armadas de la democracia y luego senador vitalicio

¿Hace falta mencionar el caso de España? Por eso es que estrujé tantos diarios y grabé en mi memoria el nombre de tantos corresponsales primermundistas en estos años. Es fantástico, romántico e ideal para llenar una página contar a los lectores del norte que Néstor Kirchner fue un valiente que saldó la deuda argentina con los derechos humanos. Pero es tan parcial, tan incorrecto, tan inexacto, tan injusto, que uno se pregunta si leerse la historia del país que cubren formó parte del trabajo de algunos periodistas extranjeros.

Era el 25 de marzo de 2004 cuando Kirchner ordenó descolgar de una sala del Colegio Militar los retratos de los dictadores Jorge Videla y Reynaldo Bignone y pidió 'perdón' como representante de un Estado que no revisó adecuadamente su pasado.

Lo confieso: pagaría por ver a Kirchner descolgando esos mismos cuadros 20 años antes, en 1984, el tiempo en el que le tocó gobernar a Alfonsín.

* Sebastián Fest es periodista de la agencia DPA y, sobre todo, argentino.