En la reciente gala de los Óscar las cinco películas que optaron a la estatuilla fueron adaptaciones literarias. El mundo cinéfilo enloquece: ya no quedan historias. Éste es un buen barómetro para percibir que históricamente se ha creado una absurda dependencia del cine hacia otras formas de expresión, como la literatura en este caso.
Los guiones originales de éxito brillan por su ausencia
En realidad el cine no necesita grandes historias —en raras ocasiones ni siquiera pequeñas—, ni grandes personajes que describan una evolución dantesca del cielo a los infiernos. Entendiendo esto en un sentido estricto, esto es, en un sentido literario. No es el cine el medio para contar historias, son las historias el medio para hacer cine. Por lo tanto, debe ser la historia la que se retuerza —se estrangule incluso— por el bien de la cinematografía. La historia debe morir en la película para que la película se cuente correctamente.
Para poner un ejemplo que esclarezca todo esto, establezcamos una distinción. La diferencia entre historia literaria e historia cinematográfica es análoga a la que existe entre 'El apartamento' de Wilder y ‘Fraude’ de Welles. Porque ya no se trata de propuestas distintas, sino de obras que están concebidas en inicio sobre dos naturalezas completamente dispares.
La intención del artículo es acercarse al debate desde otra perspectiva. Quizá la falta de historias que tanto miedo provoca —las soluciones de la industria en forma de 'remakes', revisiones de los clásicos, adaptaciones de novelas o cómics o la vuelta del 3D no dejan de parecer una salida rápida y fácil— se equilibre con la llegada de cineastas en el sentido más estricto, al modo de Tarkosvki, Welles, Kurosawa, Godard, Bresson, Lynch y un largo etcétera. Aquí se vuelve a establecer otra distinción que merece la pena señalar: la diferencia entre narrador y cineasta. El primero contribuye al cultivo de historias, personajes y en definitiva al ejercicio de narrar con las armas que conoce, y que comúnmente llamamos cinematografía. El segundo cultiva el lenguaje intrínseco del mismo, la construcción de nuevas estructuras que no dependen, y sobre todo no se ven dominadas, por la literatura que conllevan.
No es necesario remontarnos demasiado en el tiempo para encontrar verdaderos ejercicios cinematográficos que ejemplifiquen estas estructuras. En 2005, David Cronenberg dirige 'Una historia de violencia'. Irónicamente se trata de nuevo de una adaptación de un tebeo (John Wagner y Vince Locke). Sin embargo, el tratamiento que el director canadiense hace de la obra no-original hace pensar más en la forma cinematográfica, en una personalidad brutal y sádica que trasciende su propio original. Nadie diría entonces, a pesar del evidente apoyo literario, que no forma parte de su universo de principio a fin, que la película es una cosa y la obra original otra muy distinta. 'Una historia de violencia' es una historia pequeña, dominada por el ambiente, la violencia y su estética, sin grandes evoluciones ni recorridos: el personaje es quien es, o en este caso, quien no es.
Ocurre algo parecido con Darren Aronofsky. El director norteamericano ha desempeñado labor de cineasta desde 'Pi' hasta 'The wrestler'. Esta última, muy reciente, es también una historia mínima, repleta de tópicos y bastante predecible. Sin embargo, como obra cinematográfica tiene un valor incalculable.
Tomo prestada una secuencia que se repite en varias ocasiones durante la película: Randy Robinson avanza por los pasillos camino al combate en plano secuencia (o a la carnicería, el director nos cuenta lo mismo en ambas ocasiones), nosotros lo acompañamos a su espalda. El triunfo cinematográfico de Aronofsky reside aquí en hacernos partícipes de su camino. Me explico, el guión dice "Randy avanza camino del cuadrilátero". Aronofsky nos dice: "Sigues a Randy en el que será su último combate. Vas a pelear con él". Aquí, aunque parezca algo ingenuo, reside el germen de la identidad cinematográfica respecto a otras formas de expresión que vienen supeditándola. Respecto a la literatura, más concretamente.
Hitchcock en su brillante 'Psicosis', Fincher en 'Zodiac', Eastwood en 'Mystic River', Paul Thomas Anderson en 'Pozos de ambición' o Haneke en casi todas sus películas son otros ejemplos de identidad cinematográfica. Con esto quiero decir que quizá la salvación del cine esté dentro, en el propio cine, y no en las historias (en la literatura) que tanto parecemos necesitar.
Aun así, lo único razonable es seguir fiel a nuestras emociones, las logre el medio que las logre.
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