Así fue mi primer contacto con el frío

SAN PETERSBURGO.-  El frío es como el miedo, una vez que lo has sentido ya no se olvida. Antes de venir a Rusia todo el mundo me amenazaba con el frío y yo lo temía sin conocerlo. Mi padre y mi tío me contaban historias de viajes desde Murcia a Bilbao en un camión sin calefacción; mi vecina, de su año en Teruel y mi hermano me relataba cómo un hombre de secano nunca se acostumbraría a estar bajo cero en Soria.

F.M.

Una vez que te acostumbras al frío, ¡disfruta de la nieve!

En mi primer invierno ruso no pasé frío. La calefacción de la residencia de estudiantes siempre estaba a tope y yo relataba en mis emails cómo vivía en manga corta y calzoncillos. Recuerdo los consejos de la televisión rusa: mucha vitamina C, miel y coñac. También chocolate, pero eso era para ayudar contra la depresión, ya que se producían muchos suicidios por la falta de luz. Mi primer invierno ruso lo compartí con una canaria llamada Nadjezhda que nunca había visto la nieve. Ella, toda africana, flipaba en medio de ese agujero blanco.

Todo nos parecía exótico, desde las máquinas quitanieve hasta los resbalones por el hielo. Pero el frío es traicionero, y corre más que uno. A finales de enero decidí viajar a Kazajstán y visitar el mar de Aral. Volé hasta Astraján, anduve por la helada desembocadura del río Volga y de allí tomé un tren que cruzaba la frontera rusokazaja. Kazajstán es un país 15 ó 16 veces más grande que España, para cruzarlo se necesitan tres días en tren. Una vez dentro, procuré hacer lo que hacían los demás. Vi que todos se abrigaban y ponían toallas en las ventanas. Esa noche sentí el frío a pesar de llevar puestos tres pantalones, dos jerseys y un chaquetón de plumas. Es decir, toda mi ropa de abrigo.

El tren llegó a las 5 de la mañana a Atirau; pensé que sería interesante pasar un día en este ciudad petrolífera del Caspio. Nada más bajar el tren cambié de opinión. Entré corriendo en la estación, que marcaba 45 grados bajo cero. Inmediatamente decidí comprar un billete para el siguiente tren, pero las taquillas estaban cerradas hasta las 7 de la mañana. Recuerdo esa hora y media. Literalmente la pasé bailando, moviéndome de un sitio para otro porque las plantas de mis pies me ardían del frío. El primer tren partió a Alma Ata. Allí vi como los jóvenes de la ciudad iban a las montañas para patinar sobre hielo. Yo también subí en uno de esos autobuses abarrotados, y pensé: qué extraño es todo esto.

Durante tres años por estos barrios he recibido muchos consejos: cerrar bien la bufanda en el pecho, llevar siempre gorro, beber mucho té, vodka y coñac, pero he comprobado que el más efectivo es tener una buena calefacción en casa.