Por qué el presidente electo debería rodearse de pensadores brillantes –aunque susceptibles, semiautistas y ególatras-.
Obama conversa su ex rival, John McCain, y el jefe de gabinete de Obama, Rahm Emanuel, en su despacho de transición en Chicago.
Por supuesto, la brillantez ha sido en ocasiones un criterio válido para los nombramientos del Presidente, pero rara vez el principal: suele quedar relegado frente a la recompensa a amigos y partidarios, el juego político parlamentario, la búsqueda de la diversidad y los gestos para contentar a la industria y los grupos de interés. Los presidentes también se sienten obligados a no abusar del reciclaje, y confieren un gran valor a la lealtad personal.
Obama no puede eludir tales consideraciones, claro está. Tiene que cultivar sus relaciones con el legislativo, evitar en lo posible los aliados embarazosos, y apoyarse en gente de su confianza. Al presidente 'No Drama' no le conviene un gabinete lleno de divos indisciplinados. Pero Obama sería coherente concediendo al talento intelectual y el conocimiento especializado un mayor peso que sus predecesores recientes, debido tanto a la gravedad de los problemas que debe afrontar como a su propio estilo sesudo y resolutivo. Bush, cuyo ego se veía amenazado por el mínimo destello de excelencia en su entorno, politizó por completo la acción gubernamental y la centralizó en la Casa Blanca. Obama, afortunadamente, tiende a lo contrario. Se muestra seguro de sí mismo en el plano intelectual, disfruta con el debate ideológico, y es más proclive al pragmatismo que al partidismo. Está capacitado para dirigir un "equipo de rivales" a lo Lincoln, o apoyarse en un 'brain trust' (consejo asesor de sabios) al estilo de Franklin D. Roosevelt.
El dilema empieza en el Departamento del Tesoro [Ministerio de Hacienda], donde la mejor opción sería el antiguo Secretario (Ministro) del Tesoro, Lawrence Summers. Summers es un sobresaliente experto en economía internacional de su generación, cuya brillantez se percibe de inmediato en cualquier conversación. Coincidí con él por casualidad en una cena en Nueva York un par de días después de que se permitiera el colapso de Lehman Bros. Summers analizó la situación, considerando que se había convertido de repente en algo mucho más peligroso, con una claridad que no he vuelto a ver en nadie desde entonces. Explicó que era al tiempo una crisis de liquidez, solvencia y confianza, y que el Gobierno acabaría viéndose obligado a inyectar capital a las instituciones financieras, sin limitarse simplemente a comprar activos en situación crítica. El Secretario del Tesoro, Hank Paulson, necesitó tres semanas más, una derrota en el Congreso y un empujón de Gordon Brown para vislumbrar una conclusión semejante.
Summers también puede ser arrogante y políticamente incorrecto. A veces no logra ocultar su desprecio por los intelectos menos dotados, y le encanta hacerse el provocador intelectual. Socialmente, puede ser un poco autista. Pero estos defectos de una mente superior son un precio muy bajo a pagar por la persona seguramente más capacitada para maximizar nuestras posibilidades de evitar una depresión a escala global. Decir que Summers es el más indicado para el puesto de Secretario del Tesoro no equivale a menoscabar a otros candidatos frecuentemente mencionados, como el Presidente de la Reserva Federal de Nueva York, Timothy Geithner, y el Gobernador de Nueva Jersey, Jon Corzine, ambos muy cualificados. Sin embargo, lo primero que haría cualquiera de ellos, si resultase elegido, sería pedir consejo a Summers.
Algo parecido pasa en el Departamento de Estado (Ministerio de Asuntos Exteriores), donde el Gran Mencionador ha dejado caer una serie de nombres plausibles, incluidos los de Hillary Clinton y John Kerry. Cualquiera de ellos sería una buena elección, si esto no significase pasar por alto a su mejor asesor en política exterior, Richard Holbrooke. Holbrooke conoce el terreno como nadie en el Partido Demócrata. Flexible y de mente ágil, domina todos los temas, conoce a todos los dirigentes, y tiene un acreditado historial de diplomático conciliador. En Dayton, acabó él solo con la guerra de Bosnia, con la mera fuerza de su carácter.
También Holbrooke tiene algunos defectos personales. Son legendarias su ambición y autopromoción infatigables. Decir que hay a quien le cae mal, sería plantear la cosa muy suavemente –es un tipo difícil-. Además, respaldó a Hillary Clinton en las primarias. Pero, como sucede con Summers, los defectos de Holbrooke son insignificantes en la coyuntura actual de imperiosa necesidad de reconstruir las relaciones internacionales, afrontar complejas amenazas a la seguridad y desarrollar una sólida visión liberal del papel de los Estados Unidos en el mundo. El presidente electo debería elegir a Holbrooke sencillamente porque es el mejor jugador disponible en este punto de inflexión histórico.
El principio de genialidad debería también aplicarse a carteras ministeriales de menor relevancia, para las que suenan repetidamente muchos nombres que carecen de brillo y sirven sólo para cubrir el expediente. Obama ha afirmado que la transición a las energías renovables es su segunda gran prioridad, tras el rescate de la economía. Entonces, ¿por qué no convencer al brillante y socialmente torpe Al Gore de que acepte el puesto de Secretario de Energía? Suceder al anónimo Samuel W. Bodman puede parecer una rebaja de categoría para el ex vicepresidente y premio Nobel, pero Gore tendría así la oportunidad de cumplir con la misión de su vida ocupándose del cambio climático. Si el Presidente quiere un jurista de primera clase que le ayude a purgar el Departamento de Justicia, sería un acierto garantizado escoger a su antiguo profesor de Derecho de Harvard Laurence Tribe, a su colega de la Universidad de Chicago Cass Sunstein, o a la profesora de Derecho de Standford Kathleen Sullivan. Para Educación, podría optar por Joel Klein, director del sistema educativo de la ciudad de Nueva York. Klein no se ha pasado la vida haciendo amigos, pero ha hecho reflexiones extraordinariamente lúcidas y comprometidas sobre la administración y la reforma educativas. O mejor todavía, ¿y si se le propone a Bill Gates ocuparse del problema?
Una de las tareas intangibles de Obama es acabar con el "antiintelectualismo" de los últimos ocho años, con el prejuicio de que el debate político serio es demasiado afectado para el Consejo de Ministros o el Despacho Oval de la Casa Blanca. Si de verdad quiere llevar el cambio a Washington, el nuevo presidente debería empezar por colocar un cartel en su ventana: Zopencos no.
*Artículo originalmente publicado en el medio digital estadounidense Slate
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