En estos días de cataclismo financiero, la prensa estadounidense no deja de hablar de "deuda tóxica" y "préstamos tóxicos". El adjetivo "tóxico", antes aplicado a los residuos o a la alimentación, ha emigrado a la jerga de las finanzas (existe un precedente: los "bonos basura"). ¿La prueba de cómo la terminología ecologista ha calado en los periodistas económicos, un gremio tradicionalmente más sensible a los cantos triunfales de la Bolsa que a los gemidos de Gaia? Más que eso: una demostración de cómo las categorías de "puro" e "impuro" van impregnando nuestro modo de ver la realidad.
Puro/impuro, limpio/sucio, o, en última instancia, sacro/profano. Durante largo tiempo consideramos a tales dualidades el patrimonio exclusivo de las sociedades pre-industriales, atrapadas en la superstición y los tabúes. A nuestra realidad la explicaban mucho mejor otras parejas conceptuales: "tradición/modernidad", "progreso/reacción", "reforma/revolución", todas categorías ligadas al movimiento (hacia atrás o hacia delante), en línea con los postulados de la filosofía del Progreso. En ese esquema no había lugar para purezas o impurezas, vestigios de mentalidades arcaicas. Eso creíamos.
La crisis ambiental y el surgimiento del pensamiento ecologista revelaron cuán ilusoria era esa presunción. El mismo término "contaminación" remite directo a lo "impuro" (en su equivalente inglés, 'pollution', esa ambivalencia semántica es más acusada). La adulteración de los alimentos, sea por los insecticidas, los pesticidas o por la lluvia radiactiva, nos hizo tomar conciencia de una nueva serie de comestibles prohibidos. Al listado de tabúes alimenticios dictados por las antiguas religiones (cerdo, caballo, vaca, carne humana) se añadieron algunos comestibles excesivamente industrializados (la obsesión por la comida orgánica o natural no es sino una forma de escapar de los alimentos juzgados impuros).
Llevaban razón los antropólogos cuando sostenían que ninguna sociedad puede existir sin un sistema definido de clasificaciones y, por ende, de límites.
La idea de impureza descansa en la noción de transgresión. El mal sobreviene cuando se cruzan los límites que no deben cruzarse, cuando se mezcla lo que no debe ser mezclado. Así, tan pecaminoso les resultaba a los hebreos "cocer el cabrito en la leche de su madre" como para muchos de nuestros contemporáneos lo es crear un maíz con genes de escorpión. Vista desde esa perspectiva, la crisis ecológica se presenta como una monstruosa abominación perpetrada por quienes confunden lo artificial y lo natural, lo humano y lo inhumano, lo animal y lo vegetal, profanando el entorno en definitiva.
Nos hemos caído del guindo y dado cuenta de que no somos tan distintos de nuestros ancestros. Llevaban razón los antropólogos cuando sostenían que ninguna sociedad puede existir sin un sistema definido de clasificaciones y, por ende, de límites. La civilización moderna se creyó libre de semejantes ataduras y legitimada para rehacer el mundo y al ser humano a su antojo. Vana ilusión. Ahora descubrimos que los límites nunca desaparecieron, aunque no quisiéramos llamarlos así (¿o cómo calificar si no esa repugnancia que sentimos los occidentales de sólo pensar en comernos a nuestros perros y gatitos, una visión que nos espanta casi tanto como el canibalismo?).
La protesta medioambiental ha sido en parte una reacción cultural contra la pretensión de borrar todas las fronteras, de transgredir todas las lindes, de confundir todas las sustancias. Nos guste o no nos guste, los tabúes han vuelto por sus fueros. En este contexto, ser tachado de contaminador se perfila la peor acusación imaginable, algo que han comenzando a comprender hasta los cronistas de Wall Street.
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