A casi 300 kilómetros al oeste de La Habana, sobre la Península de Guanahacabibes, se oculta el sol en Cuba. Hasta allí, a las playas del extremo más occidental de la Isla, llegan cada año cientos de voluntarios para sumarse al Proyecto de Estudio y Conservación de las Tortugas Marinas que es liderado por uno de los centros de investigación de la Universidad de La Habana.
La autora del artículo en plena faena con las tortugas.
Durante 15 días para los entusiastas no habrá tele, ni electricidad, ni baños en ducha o algo por el estilo. Playas, monte y noches agitadas: de eso sí habrá mucho. La zona es productora de carbón por excelencia y el acceso es restringido como en toda Reserva de la Biosfera. Mientras el autobús se adentra en la Península, no es difícil ver un inquieto venado, una iguana o ganado salvaje.
Entre siete y ocho playas son ocupadas habitualmente por el proyecto. La primera de ellas, Playa Antonio, fue el hogar de mi segunda aventura en Guanahacabibes. Como en todas, el campamento es rústico: un bohío de guano (hoja de palma seca) y horcones de palma junto a la playa, a los que sumamos nuestras tiendas de campaña, y una hamaca. Después de un viaje agotador, nos esperan los voluntarios que debemos relevar. Encontramos rostros felices, pasados de sol y múltiples picadas de mosquitos. Nos ofrecen un tour y casi cuando el ómnibus regresa a por ellos, entregan las planillas con los datos de la temporada.
Cuando llega la noche, la plaga de insectos obliga a cubrir cada centímetro del cuerpo. Cada 45 minutos recorremos la playa, acompañados únicamente por la luz de la luna y linternas, que encendemos sólo en caso necesario. La noche se hace eterna si no sube ninguna tortuga; pero al contrario si alguna "decide visitarnos", entonces las horas pasan volando. La llegada de una tortuga verde (Chelonia mydas) implica agitación en el campamento. Aunque todo debe hacerse con precaución para no espantarlas, nos preparamos para medirlas, contar sus huevos y revisarlas con detenimiento.
La chelonia escoge con sumo cuidado el sitio perfecto para anidar. A decir de las investigaciones, inciden en su decisión la temperatura, humedad y textura de la arena. Sin prisa escarban y las patas traseras se convierten en perfectas palas extractoras de arena. Cuando termina la primera parte de su trabajo —que parece ser agotador— comienza el nuestro. Hasta ese momento debemos permanecer muy quietos pues un mínimo movimiento, una pequeña luz puede ahuyentar a la futura madre.
Cae el primer huevo sobre el nido y comenzamos a trabajar. La luz de las linternas —nunca delante de la tortuga— nos ayudan a contar los huevos, que pueden llegar hasta 140. Mientras pone, tomamos sus medidas: ancho, largo y tamaño del rastro quedan recogidos en una planilla que servirá a los científicos del Centro de Investigaciones Marinas para su habitual trabajo. La labor supone también revisar su impresionante cuerpo para detectar filopapilomas u otras anomalías; identificar los nidos con la fecha de oviposición, entre otros datos; pero sobre todo, preservarlas de los depredadores humanos.
Cuando la tortuga regresa al mar, pueden haber pasado hasta dos horas. Aunque el sueño y cansancio comiencen a rondar, el campamento debe seguir de pie, casi hasta el amanecer. Los días pueden imaginarse tranquilos, pero no es así. Además de cuidar de las madres, a los voluntarios nos corresponde velar por las vidas que están por nacer. Si desde la anidación han pasado ya 45 días es mejor estar alerta. Presenciar el espectáculo de los pequeños asomándose al mundo es tener una suerte incomparable.
Como parte del estudio también debemos revisar sus diminutas anatomías, tomar notas de las malformaciones, las nacidas con vitelo o las saludables. Si la naturaleza nos regala la dicha de verlas ascender a la vida, tan pronto como podemos las dejamos libres. Una vez sobre la arena la brújula genética les enseña el camino al mar. El espectáculo de las pequeñas contra las olas es estremecedor. Los más afortunados tienen de uno a dos "nacimientos" en la temporada. Sobre lo normal los integrantes del campamento toman las temperaturas de los nidos, cocinan con carbón y recogen la basura que recala sobre las costas.
El proyecto, con una década de existencia, ha aportado datos para conocer mejor las características de las tortugas marinas que anidan en la zona y por tanto, para las acciones de conservación. Pero quizás uno de los beneficios más relevantes sea la transformación en las conciencias de algunos habitantes de la zona. Y es que el trabajo de educación ambiental entre los pobladores de sitios cercanos es una de las claves para la cuidar no solo de las tortugas, sino del entorno en su conjunto.
Para los jóvenes, y no tan jóvenes que llegan cada verano, son además quince días para curtirse la piel, disfrutar de unos amaneceres deslumbrantes, sobrevivir a los insectos y sencillamente estar, casi a solas, con la naturaleza.
Leslie Evelín Salgado
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