Es madrugada. vengo de cenar de casa del hermano glotonio. A media tarde me ha enviado un mensaje sms: tengo un besugo de 2 kilos, ¿lo preparamos en tu casa? Le he respondido que en mi casa hoy era imposible, que mañana tenemos un cunchún de órdago, y que mejor en la suya. (Cada vez nos asemejamos más a una pareja de hecho).
Así que otro colega, un anciano de la tribu llamado Etxarri y yo, nos hemos presentado a las 21h en punto en su casa. Llevábamos pan del bueno y una tarta increíble, para redondear lo que hubiera o hubiese en aquella casa para cenar.
El glotonio gemelo y su encantadora sirena escotada, nos han atendido como siempre, con esa confianza que sólo se da entre personas que uno se llevaría a la isla desierta del cuento. Total que, entre esto y lo otro, y unas diminutas aceitunas dispuestas en aceite y botellas de agua con gas y vinos estupendos, hemos esperado media horita hasta que se ha hecho el besugo de marras en el horno high tech.
A pesar de su apariencia oronda y tranquilota, mi hermano cerdo es un ansioso: aún no había acabado de comer el primer bocado cuando me ha preguntado qué tal estaba el besugo. (Se ve que le interesa mi opinión, pero a veces es difícil encontrar adjetivos, aunque uno se dedique, más o menos, a esto de la escritura. Sobre todo, porque el lenguaje está muy manido).
Muy rico, le he respondido sin ninguna originalidad y consciente de que las palabras no cumplen con frecuencia su cometido. ¿Pero qué podía hacer ante un besugo de Tarifa excelente, preparado con toda la intención por uno de mis mejores amigos, uno de los más sabios (si no el más) para estos menesteres? ¿Cuál sería el calificativo correcto y ajustado? ¿A qué me había de dedicar, a comer con gusto o a buscar excepciones expresivas? Las piernas me temblaban bajo la mesa.
Luego hemos empezado a liarla, tal y como acostumbramos: poniendo voces provinientes del Olimpo, hemos dicho: el besugo requiere de la piel quemada en un asador de carbón, pues esa piel quemada, al mezclarse con el refrito, consigue un sabor único. Es un asunto que no se puede conseguir si se asa en el horno de casa. Etc, etc. En plan gilipollas, vamos.
Una vez más, la memoria ha vencido a la inteligencia. Recordábamos todos los comensales, esos besugos del Cantábrico (hace tiempo esquilmados de nuestras bravas aguas), achicharrados en asadores de Orio, Ondarroa y Getaria. Besugos irrecuperables, y, sin embargo, cánones ciertos del besugo bien entendido por estos pagos. Un besugo que ni todo el deseo, esfuerzo y dinero del mundo pueden ya conseguir, por extinto.
Decía la madre de Confucio, que nada acrecienta el anhelo tanto como la absoluta imposibilidad de conseguir lo deseado.
Y ahora que me dispongo al sueño y al reposo, ahora que estoy sólo y tranquilo en la hora que de nada valen las máscaras, pues nadie me mira, cierro los ojos y me pregunto: ¿Realmente, cuál de los dos besugos prefieres, abedul, aquél que erigió el cánon, o este que se te ofrece hoy mismo?
Y me pongo serio, sincero y rotundo. Y respondo, desde el epicentro de mi boca y paladar, una conclusión que sólo vale para mi caso. No para el tuyo. Por eso no te lo digo.
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David de Jorge y Hasier Etxeberria, autores del libro "Porca Memoria" (Ed. RBA), publican y guardan aquí sus inspiraciones gastroliterarias. O algo así.
Es difícil elegir entre besugos irrecuperables y besugos preparados con amor por un best friend. El gusto también tiene memoria afectiva. +
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