Cuenta la leyenda que cuando un comensal abandona El Bulli y expulsa, durante la digestión de los 40 platos y por vía rectal, los gases que su aparato digestivo considera superfluos, la ventolera resultante no huele a mierda. Huele a moda, a dinero, a exclusividad y si me apuran, hasta a glamour. A heces deconstruidas con hidrógeno líquido sobre espuma de maracuyá. A tordo de Dioses. Que no es lo mismo… pero es igual.
Cenar en su restaurante no baja de los 175 euros más el vino.
Por mucho que se empeñen ilustres ensuciafogones y nuevos ricos, no somos lo que comemos. Somos lo que cagamos. Mierda. Y es que en este país, donde el salario mínimo es de 600 euros y el menú de El Bulli de 175 euros (vinos aparte), se sigue comiendo mucha caca. No hablo de la dieta que sigue Rajoy estas ultimas semanas. Hablo de la obesidad, que ya afecta al 16% de los adultos y al 13% de los niños. ¿Lo de Santamaría y demás friesalchichas? Puro marketing: cocineros mierdáticos en un país de gordos. Lean el post 'Caca rica est', de mis compañeros de Glotonia, y no olviden las dos cosas que han conseguido nuestros cocineros estrella: crear una cultura gastronómica para élites, por un lado, y que ya no se pueda salir a cenar con menos de 50 euros en el bolsillo.
No todos: algunos no necesitan llevar dinero cuando salen a llenar el buche. Ana Rosa invitó ayer a su programa, para analizar el enfrentamiento fratricida entre restauradores ibéricos, a dos cocineros "de restaurantes a los que voy mucho". Rápidamente aclaró: "pero no les he llamado yo, ¡eh!... Les ha llamado la gente de mi equipo". Pese a gorrones y parásitos, o precisamente por eso, la televisión es un medio de comunicación popular. A la misma hora en que el cliente que salió de El Bulli se pedorrea entre hoyo y hoyo, al retorcer el vientre para mejorar su swing, mi madre intenta clonar las manitas de cerdo de Arguiñano (del plato que prepara Arguiñano, se entiende). Son paladares de diferente estatus social, el del pijo y el del ama de casa, sin tabla de asociaciones que valga, pero unidos al final del camino por los ácidos gástricos y la longitud del recorrido intestinal. El resultado final es, en ambos casos, el mismo: una ñorda como una catedral.
El pasado mes de septiembre estaba comiendo en el restaurante Casa Julián, en Tolosa, cuando entró Juan Mari Arzak. Llevaba un delantal blanco, las gafas colgando de una cadena, parecía nervioso y acelerado. Abrazó al dueño, su camello, y pidió una chuleta y vino. Era un yonki en la peor fase del mono. Devoró la chuleta, se bebió el vino, perdió el gesto circunspecto y, satisfecho, sonrió como un niño. Se marchó dejando un suave olor a bebe recién nacido espolvoreado en talco.
Historia natural del canibalismo
Manuel Moros Peña
Editorial Nowtilus Saber
Manual del caníbal
Carlos Balmaceda
Roca Editorial
Somos depredadores, asumámoslo. ¿Quién no tiene un jefe que es un tiburón, un amigo que parece un buitre o una ex novia que resulto ser una hiena? Así las cosas, y tal y como está el mundo de los fogones, la evolución lógica de la humanidad sería el canibalismo. Por un lado, supondría retornar a las materias primas de toda la vida: recuerden que nuestros viejos parientes los Homo antecessor ya se zampaban, hace 800.000 años, a sus colegas. Por otro, no puede haber menú más chic que el construido sobre la deconstrucción: "¡Hola Manolo! ¿Cómo está tu padre?" "¡Rico, rico!" "Pues a ver si me invitas un día a merendar".
Manuel Moros se toma el tema del canibalismo mucho más en serio en su particular 'historia natural' de la antropofagia, analizando el fenómeno desde la antigüedad hasta nuestros días. Plagado de anécdotas sorprendentes, el libro no es un tratado de la maldad humana. Es simple, y fascinante, antropología.
Lean, lean unas páginas de tan interesante libro. O mejor… devórenlas.
Por otro lado, el escritor argentino Carlos Balmaceda cuenta en su novela 'Manual del caníbal' la historia de un libro de cocina tan siniestro como atrayente. En sus páginas están las recetas que te arrastran a los placeres más bajos y los más espeluznantes misterios. Una saga familiar unida por… la buena mesa.
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Javier Pérez de Albéniz es El descodificador.Tiene un blog, una parienta, una niña, un perro, dos caballos, un huerto, un libro de Walt Whitman, una Gibson acústica del 78 con las cuerdas nuevas, todos los discos de Mississippi John Hurt, una foto de Kipling junto a otra de Johnny Cash, un mapa del Kala Patar (5.545 m)… Y una tele vieja que se ve como el culo.
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