Sostengo entre mis manos el paquete que ves en la fotografía. Mide 21x20cm, es de cartón y corresponde a dos bultos colados entre sí. Me tiene intrigado. Lo acaba de dejar un emisario en mi puerta. Sabía que iba a llegar, pero, como digo, me tiene intrigado.
Como vivo en el estado francés, mi colega verraco dio mi dirección para el envío. Estaba avisado: dame tu dirección postal —me dijo—, que he pedido algo en París. También lo ha hecho otras veces, cada vez que pide libros a Burdeos, por ejemplo. No es el único que aprovecha mi condición de Miguel Strogoff transfronterizo. (En una ocasión, recibí una camioneta completa, llena de muebles, tresillo incluido).
Por lo visto esta Europa sin fronteras, las sigue guardando para según qué. La cuestión es que ha sonado el timbre, y le he firmado un recibo al René del transporte. O al Antoine o al Gustave, que vete a saber cómo se llamaba. Y aquí está, junto a mí, pues acabo de depositar el bulto al lado del ordenador.
En mi teléfono dice un mensaje que pasará esta noche a recogerlo. ¿Qué será lo que contiene? ¿Qué es lo que mi hermano Glotonio ha encargado?
No husmeo en los papeles que trae consigo el paquete, pues una religión antigua y privada me prohíbe del todo fisgar en asuntos ajenos. Tampoco pregunto nada: ¿Para qué, si no me toca saberlo?
Pero no son libros, estoy seguro: pesa demasiado poco para ello, un par de kilos a lo sumo. ¿Una bomba, un par de gatos disecados, las entrañas de algún ave exótica, polvos mágicos para hacer salsas extrañas...? Y veo al derecho las letras que en la foto tú puedes ver del revés: Poilâne.
No lo puedo evitar, no ha sido necesario ni siquiera mirar. Sin yo buscarlo ni asomarme por la ventana del tren, esas letras de carbonilla han entrado en mi ojos. Y me han cegado. Y hago memoria: Poilâne... Poilâne... Nada, mi memoria no vale un pimiento. Y busco en Google: Poilâne. Y, entre otras cosas, encuentro esto. Y tras su visión concluyo: algo deliciosamente turbio se avecina. Por fortuna.
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