Ya amaneció, viene un día manso. El sol chorrea sobre la sierra y la dehesa extremeña, oigo ladridos y siento cercano un rebaño de churras. Las huelo. Verdea bajo las encinas y las matas de carrasca se despiden del rocío que las cubre. Estoy abrigado hasta las cachas, gorra, guantes y bufanda, las botas colganderas ya de barro.
¡Jesús, María y José!
Me acerco a la porquera y allá están, son cinco los cochinos. Ser testigo del sacrificio de un guarro es conmovedor, hermoso, cala de profundo respeto. Son las reglas del juego, me digo, yo, que presumo y disfruto de mi aislamiento voluntario: vivo en el campo y cuando me levanto, allá afuera, ante el verdor de mi casa, crecen árboles y una hierba fluorescente. Aquí sí, pienso, en esta dehesa siento la naturaleza verdadera y todos los gestos a los que los hombres civilizados dan la espalda, pero que yo hoy olfateo y reconozco cercanos, míos de veras.
Estoy muerto de frío. Me veo reflejado en tres paisanos, matarifes, que se menean durante el sacrificio con la misma soltura que yo gasto esquivando coches con mi moto en un atasco. No perdí mi conexión con lo profundo, lo antiguo y elemental. Para comer hay que matar. Morir. Caput. ¿Lo vas pillando? El transistor, la tele y las prisas, no te dejan escuchar con nitidez el berrido de la naturaleza, que se desploma y cae rendida para todos nosotros. Estos baldes de sangre son de buen provecho, no pierdas nunca el norte, me digo.
Ostras qué frío. Dichosos mis ojos misericordiosos y después de esta carnicería muéstrate dócil y agradecido al guarro, tu dios verdadero (y a las vacas rubias gallegas, tórtolas, becadas y todo lo que chorree sangre, por los siglos de los siglos). Si eres vegeta, apiádate de mi, soy un animal. El resto de la historia me la guardo, aprieta tu cinto y si te atreves —no digas que no te lo advertí,— pincha aquí. La vida misma, como en las pelis de Visconti.
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