Las lágrimas y dudas se han transformado en sonrisas y récords. Así es el deporte. Así han evolucionado los últimos nueve meses de Roger Federer. El suizo, que a mediados de octubre pasado, cedió su liderazgo a Nadal, acaricia con la yema de los dedos otros dos sueños, quizá más anhelados de todos los buscados anteriormente: apuntarse su sexto Wimbledon en siete finales consecutivas y auparse, como recompensa extra, nuevamente a su preciado número uno en detrimento de Nadal. Y, claro está, acallar a sus detractores. Para empezar, y tras imponerse el pasado viernes al germano Haas, el suizo ya tiene nuevo récord: 20 finales de Grand Slam, una más que el histórico Ivan Lendl.
Porque los hubo. Sorprendentemente, existieron. Fueron una minoría, pero hubo más de un especialista que dudó sobre las capacidades futuras del tenista suizo. Nada importaba el palmarés labrado durante años de carrera. Sólo importaba el presente. Y ese decía que el helvético estaba depresivo. No ganaba títulos y se estrellaba irremediablemente contra Nadal, para regocijo de todos los españoles. La prueba más fehaciente se produjo en Australia. Pero, paradójicamente, Federer está viviendo uno de sus años más brillantes, tanto en lo profesional como en lo personal. Quizá lo segundo haya ejercido como revulsivo de lo primero. Casarse con su novia, Mirka Vavrinek, y esperar descendencia deben ser impulsos superiores al resto de motivaciones deportivas. Bueno, e imponerse a Nadal en Madrid, victoria que elevó su moral a límites incalculables, ayudó considerablemente.
De otra manera, no hay explicación. Bueno, sí. Los problemas físicos y mentales de Nadal también han facilitado la resurrección definitiva del tenista suizo. Y esta tendrá lugar, salvo imprevisto, en La Catedral, porque no hay otro escenario más adecuado para vivir este momento tan religioso que el templo más sagrado del tenis, allí donde se cumple milimétricamente toda la liturgia del tenis. Este domingo, esta pista londinense será testigo de este acontecimiento, aunque en la arcilla de París ya se comprobaron la existencia de síntomas fiables de resurrección. Allí, a las faldas de la Torre Eiffel, el suizo se convirtió en Leyenda. Sumó su decimocuarto título de Gran Slam, récord que comparte, al menos hasta este domingo, con Pete Sampras. Aunque al contrario que el estadounidense, el suizo ha conquistado todas las grandes coronas: Abierto de Australia, Roland Garros, Wimblendon y el US Open, hito que sólo cinco tenistas han logrado en toda la historia.
Estos números importan, aunque actualmente mucho menos en comparación a lo que significa volverse a sentirse ligero, confiado, elegante o agresivo en todos los movimientos con la raqueta, a recuperar su sitio como mandamás del tenis, a dar la vuelta a un curso que caminaba hacia el barranco y que está cercano a convertirse en el año de Federer. Sus próximos objetivos están ya marcados: US Open y el Torneo de Maestros, la cuadratura del círculo.
Roddick: el último obstáculo
El año mágico lo será o no con la conclusión de la temporada, aunque en caso de levantar el trofeo londinense, el helvético daría un paso gigantesco en sus aspiraciones de proseguir escribiendo capítulos a su leyenda de mejor tenista de todos los tiempos. Pero antes está Andy Roddick y su inseparable saque, aparte de su seguridad desde el fondo de la pista y su excelente derecha, dos virtudes inquebrantables hasta ahora en Londres. Porque el sacador de Nebraska tiene en su raqueta retrasar o no la definitiva resurrección de Federer.
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