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Braulio, una entrevista truncada

Archivado en:
sociedad, politica
Actualizado 16-05-2009 11:01 CET

Braulio se pasado toda su vida trabajando como exterminador. Durante sus cuarenta y nueve años de servicio en el Laboratorio Municipal de Sevilla, ocho de ellos haciendo de lacero, aquellos misteriosos individuos de grisáceo uniforme que recorrían las calles de mi infancia capturando perros con un lazo corredizo que pendía de un largo palo, ha exterminado todo tipo de bichos, desde insectos, ratas, cucarachas y hasta perros nobles.

Braulio durante la entrevista

Lo de perros nobles es una de sus anécdotas más celebradas, porque en una ocasión, siguiendo con exceso de celo las ordenanzas municipales al respecto, ejecutó al formidable pastor alemán de Pedro Merry Gordon, el Capitán General de la Segunda Región Militar, que vivía en el edificio de Capitanía General en la Plaza de España.

Al parecer, el general tenía un formidable pastor alemán que solía escaparse con demasiada frecuencia del domicilio. Cuando esto sucedía, bastaba una llamada desde el cuartel general de la Capitanía Militar para que se movilizase todo el cuerpo de laceros municipales a buscar al animal, capturarlo y trasladarlo a las dependencias del Laboratorio Municipal hasta que el general se acordase y enviara a alguien a buscarlo.

Cuando llegaba el enviado del generalato, se le advertía de las inconveniencias de que el perro anduviese a sus anchas por las calles sin bozal y sin ningún tipo de control –el perro era un fiera de cojones- y de que la ordenanza estipulaba que, transcurrido un plazo determinado, si nadie lo reclamaba, se le pasaportase a mejor vida mediante la inyección correspondiente.

-Lo transmitiré al general.- solía responder el soldado enviado al efecto.

Y a la semana el perro de nuevo se había escapado. Incluso en una ocasión tuvieron que ir a atraparlo cerca de Bellavista, porque el animal había enfilado La Palmera y no tenía intención alguna de parar. Aquello fue lo que colmó el vaso de la paciencia de Braulio e hizo que cuando el general, olvidadizo como era, tardó en darse cuenta que el fiero pastor alemán no estaba entre las lindes de su privilegiado jardín, el plazo oficial ya había transcurrido de sobras, con lo que le fue aplicada de inmediato la inyección que lo pasaportó a la otra vida sin sufrimiento alguno.

-¿Y no te dio pena?-

-Allí no cabía la pena. O hacías tu trabajo o te echaban a la calle, sin más.-

Braulio pasó su infancia jugando a las bolas y a la petanca en los escampados que se extendían a lo largo del Tamarguillo, el canal que separa como un frontera líquida el barrio del Cerro del Águila, con el que sólo se comunicaba mediante el cordón umbilical de un pequeño y estrecho puente situado en el extremo del mismo y que era conocido como el puente de la frontera.

La zona que se extendía desde allí hasta la Carretera de Málaga, donde se ubicaba el puente más cercano, el de Ranilla, era el inmenso patio de juegos donde los niños del barrio de la época desplegaban sus travesuras durante casi todas las horas del día.

Por aquella época, cuando Braulio atravesaba el desierto inhóspito de la adolescencia, el Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas construía el Canal del Bajo Guadalquivir, conocido en Sevilla como el Canal de los Presos. Solía acercarse a los campamentos donde vivían hacinados los reclusos, aislados del resto del mundo por una alambrada metálica, por la que se comunicaban con sus amigos y familiares, y les vendía tabaco para ganarse unas perrillas.

Braulio ya ejercía por entonces el estaperlo, a pesar de su corta edad. Los conductores de La Valenciana y de Transportes Comes, que cubrían el servicio regular desde Algeciras, le traían los cartones de tabaco que luego él revendía en los edificios circundantes del Prado de San Sebastián, habitados casi todos por funcionarios y militares, y que él se recorría casa por casa para satisfacer los pedidos hechos con anterioridad y ganarse un dinero, que completaba con la venta de todo tipo de artículos alimenticios que se agenciaba por ahí, desde patatas hasta bizcochos que le facilitaban en los conventos de la ciudad. Los tiempos eran muy duros y abundaba la escasez, por lo que la inventiva se postulaba como un seguro de vida para seguir adelante.

Era una época de ajustes de cuentas y venganzas taimadas. En el barrio eran famosos los paseos nocturnos de la brigada del sargento Rebollo, del cuartel de la benemérita del barrio, que en las madrugadas atravesaba las calles desiertas conduciendo los grupos de detenidos camino de las tapias de Hytasa para ejecutarlos sin más trámites.

-¿Y qué fue de todos aquellos cuerpos, Braulio?-

-Pues allí deben seguir, enterrados y apiñados. Y en Amate y en el Campo de los Mártires, todo eso debe estar a rebosar de cadáveres de las ejecuciones-

La posguerra se cebó en el barrio en demasía. A los campos de concentración se llevaron a muchos que después nunca volvieron. Recuerda con especial cariño a un comunista apellidado Ordóñez que era maestro de escuela y al que no solía cobrarle nunca los cigarrillos porque se quedaba embobado escuchando su cháchara. Nunca llegó a saber qué fue de aquel hombre.

-¿Conociste a alguien que volviera, Braulio?-

-Sólo a uno. Mi tío.-

El tío de Braulio era un comunista que vivía con su madre en una casa en el Cerro del Águila.

-Bueno, comunista, lo que se dice comunista, no era. Tenía sus ideas, pero en aquellos tiempos, cualquiera que no pensase como ellos era clasificado de comunista de inmediato.-

La abuela de Braulio lo tenía escondido durante el día en el pozo de la casa, suspendido de la cuerda que amarraba el cubo y con el agua hasta el cuello. Cierto día se presentó en la casa la madre de Braulio y le dijo a su hermano que se fuera a vivir con ella a la colectiva de Ciudad Jardín, a un altillo donde permanecería escondido, como muchos otros, hasta que capease el temporal. Al menos en aquel lugar, aunque a oscuras, estaría seco y algo más cómodo.

Braulio recuerda con cariño cuando su madre le daba el plato de comida y la jarra de agua para que se lo llevase a su tío. Cogía una pequeña escalera de madera de dos peldaños, se encaramaba a ella, descorría el pequeño cerrojillo que cerraba la trampilla y allí aparecían los ojos asustados de su tío pidiéndole que no hiciera ruido. Él le pasaba el plato de comida de lo que hubiera aquel día, la jarra de agua y un paquete de cigarrillos de su cosecha que le regalaba con gusto. Como se tenía que apañar para iluminarse con el mechero, más adelante le consiguió una linterna de pilas de petaca que se agenció en una cristalería de un amigo situada en la Calle Oriente.

Aunque nunca tuvo ocasión de decírselo, Braulio lo admiraba desde lo más profundo de su corazón y se sentía orgulloso de poder ayudar a alguien perseguido como su tío, porque le hacía sentirse más intrépido y valiente en una época donde las aventuras descabelladas te podían costar incluso la propia vida.

-Pero al final, la nostalgia lo mató.-

Una tarde, harto de estar encerrado y ahogado por la nostalgia de ver a su madre, descendió por la trampilla y se encaminó a su casa. Alguien debió dar el chivatazo, porque no fue más que entrar en la casa y abrazar a la progenitora cuando ya estaban golpeando la puerta. Eran gentes de Falange y no le dieron ninguna oportunidad, porque todo fue aparecer en el dintel y descerrajarle la cabeza allí mismo de un disparo, ante la cara de horror de la abuela de Braulio, que no cesaba de llorar y gritar con el cadáver de hijo a sus pies.

Braulio no me ha querido decir si sabía quién lo delató. Cuando le pregunté guardó un sentido y hondo silencio. Quizás por eso, por el miedo inveterado que todavía pulula las escamas de sus huesos es por lo que, cuando le cuestioné si se dieron muchos casos de venganzas y ajustes de cuentas pendientes en el barrio por aquella época, se arrancó de un tirón el micrófono que le había puesto en la solapa y dio por terminada la entrevista.

-Ya no quiero hablar más- me dijo. Y se marchó por donde había venido sin soltar ni una sola palabra y sin volver la vista atrás en ningún momento.

Seguramente volveré a coincidir con él en las tabernas del barrio y me mirará desde el trasfondo de sus ojos hundidos como quien observa a su confesor, al intrépido aprendiz de periodista que estaba convencido de que él tenía una historia que contar, la misma de la que se ha negado a hablar durante más de medio siglo.

Sin embargo, a mí nadie me quitará ya la amargura del resentimiento de saber que hemos hecho algo soberanamente mal, cuando no hemos sido capaces de conseguir que tanto dolor amazacotado en las cavernas antediluvianas del alma de varias generaciones salga a la superficie y pueda servir de aprendizaje para las venideras, y de que ya jamás podré terminar nunca esta entrevista.

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