Era un hombre vacío. No tenía rostro, ni intenciones, ni personalidad, ni siquiera nombre. No tenía ganas de comer, ni siquiera tenía ganas de beber. Era una hoja del calendario del año pasado, arrugada y tirada al cesto de los papeles La hermana pequeña, Raymond Chandler
Estos días se cumplen cincuenta años de su muerte, un veintiséis de Marzo de 1959. Raymond Chandler expiraba en La Jolla, California, dejando a medias una novela en la que Philip Marlowe, apesadumbrado y en horas bajas, se nos casaba con una millonaria.
Menos mal que no la terminó
El aniversario ha pasado de puntillas por los medios, a pesar de tratarse de uno de los grandes, de uno de los ineludibles referentes fundacionales de la novela negra tal y como hoy la conocemos. De uno de los mejores escritores norteamericanos de todo el siglo XX, me permito añadir yo.
Ahora que todos los devotos de la novela histórica, que los rendidos admiradores de Dan Brown y sucedáneos, se nos han hecho expertos en novela negra escandinava e islandesa abducidos desde sesudos suplementos literarios, tertulias de marujas, púlpitos diversos y revistas de toda calaña. Ahora que el fenómeno Stieg Larsson ha explosionado en las páginas culturales de periódicos nacionales y comarcales, obligando a los pontífices de turno a elaborar superficiales reportajes sobre el estado de la cosa, es decir, de la novela negra en la actualidad; serían muy de agradecer unas líneas sobre el clásico indiscutibles del género, Chandler, con la enjundia y el respeto que merece.
Después de todo, puestos a aprender (y, por qué no, copiar), hagámoslo directamente del maestro, en lugar de fijarnos en los alumnos, por muy aventajados que éstos sean.
Chandler nació en Chicago el veintidós de Julio de 1888, pero creció en Inglaterra tras el divorcio de sus padres. Asistió a una escuela pública en Upper Norwood, Londres. Parte de su educación transcurrió en Francia y Alemania. Su formación fue, por tanto, europea, y ello se dejará sentir en su literatura. Se hizo súbdito británico en 1907 con el fin de ser apto para el servicio civil. Fue soldado en los Garden Highlander de Canadá. Su currículo continúa como empleado de banco, periodista, ejecutivo en una petrolera (de la que fue despedido por su continuado acoso a las secretarias). También se inicia por entonces en su frustrada vocación suicida. Lo intentó sin éxito en varias ocasiones.
Publicó veintisiete poemas y un primer relato The rose leaf Romance, antes de regresar a Estados Unidos. Participó en la I Guerra Mundial y luego se instaló definitivamente en California. Tras la muerte de su madre (1924) se casa con Cissy (Pearl C. Bowen), dieciocho años mayor que él. El matrimonio duró treinta años, hasta la muerte de ella (1954), que sumió a Chandler en una profunda depresión que agudizó su pertinaz alcoholismo.
En 1933, con cuarenta y cinco años, se dedicó por entero a escribir. Nos encontramos, por tanto, ante otro de esos escritores norteamericanos de estirpe, que se foguearon en los más variados oficios y las más diversas peripecias vitales antes de cerrar la puerta, descolgar el teléfono, escanciar y sentarse a escribir. El barroco Umbral dividió a los escritores en dos tipos, los gatunos y los perrunos. El propio Umbral se definía como gatuno militante. Pues bien, Chandler era otro gatuno en grado sumo. Al no tener hijos, se rodeó de un buen puñado de gatos (hay varias fotografías en las que se le puede ver con alguno entre sus brazos). El comentario no es gratuito. De todos es sabido el peculiar carácter de los felinos. Independientes, esquivos, noctámbulos, rockeros, crápulas, callejeros, sentimentales a su manera, descarriados y buscavidas. Saben algo que los humanos ignoramos, pero no se dan importancia. A su bola, en fin, y como si no fuera con ellos, pero con un recóndito punto de candorosa ternura que hay que saber desentrañar .Creo que todo eso lo podemos encontrar, en mayor o menor grado, en la personalidad y la actitud de la gran creación literaria de Chandler. Esa suerte de alter ego al que Bogart inmortalizó tan acertadamente en la pantalla, Philip Marlowe, el detective de todas sus novelas.
La primera fue El sueño eterno, 1939. Luego vendrían Adiós, muñeca, 1940, La ventana siniestra, 1942, La dama del lago, 1943, La hermana pequeña, 1949El largo adiós, 1953, Playback, La dalia azul, Sangre española, el ensayo El simple arte de matar
Y un buen puñado más Amén de decenas de relatos en la publicación pulp Black Mask, una de las más populares en la época.
Chandler toma de Dashiell Hammett, el otro gran maestro del género, cierto tono de denuncia respecto de una sociedad capitalista que prima unos valores que inevitablemente conducen a la corrupción, el chanchullo, los crímenes, la marginación y la injusticia ( si siguen la actualidad creo que les sonará muy vigente y familiar). Dinero, poder y ambición como centro de las relaciones humanas. Si en el relato policíaco inglés lo que importaba era quién había cometido el crimen, en la novela negra americana lo fundamental era extraer un por qué. Indagar las fétidas cloacas consustanciales a un mundo en el que todo vale para conseguir autoridad y notoriedad.
Y para ello, Chandler, se servirá de una prosa descarnada, meticulosa, cínica, irónica, ágil y sardónica. Gran dominador de jergas y virtuoso en el uso de los diálogos (no en vano trabajó como guionista en Hollywood, experiencia de la que no guardó gratos recuerdos, pero el maldito parné
), hay quien encuentra en sus novelas una especie de puente entre clasicismo y modernidad. También una confrontación entre dureza y sentimentalismo, entre esperanza y derrota. Memorables muchos de sus giros y de sus sorprendentes comparaciones. Y es ahí donde aparece nuestro entrañable Marlowe. Detective duro, solitario, escéptico, melancólico, pero también procaz y cautivadoramente cáustico. Un tipo ya maduro (treinta y ocho en la primera novela), desencantado y un tanto de vuelta, aunque buena gente. Siempre hay una grieta por la que el sol se cuela y calienta su pudoroso corazón, extrayéndole la veta tierna, aunque por breves momentos. Un fogonazo apenas. Un detective muy gatuno, me permito señalar. Un quijote que utiliza como armas su insobornable ética y una honestidad inquebrantable, para enfrentarse a una sociedad a la que no comprende y en la que no encuentra acomodo. Una oficina polvorienta y destartalada, una manoseada tarjeta de visita, una pistola, un trago de tanto en tanto y mucha dignidad, frente al enmarañado y poderoso mundo del hampa en la ciudad de Los Ángeles, la otra gran protagonista de estas historias.
Y apenas si saca para el alquiler y el güisqui.
Ahí está el punto desesperadamente romántico de Chandler, en esa lucha de su héroe contra un imposible. La trama no necesita ser perfecta, ni retorcidamente maquiavélica, ¿para qué? Bastan Marlowe y un chantaje, o un hermano extrañamente desaparecido, o un ex presidiario gigantón buscando a su antigua novia a tiro limpio. Los personajes irán siendo perfilados con solvencia chandleriana contra los claroscuros argumentales. Por el camino, por esas cientos de páginas, momentos inolvidables y diálogos que han pasado a la historia por su brillantez, su mordacidad y su ingenio. Pues en ellos, como no podía ser de otra manera en la gran literatura, acabamos descubriendo lo más descarnado de la condición humana, su intrínseca contradicción, su viaje a ninguna parte. La absoluta inexistencia del Bien y del Mal como absolutos.
Abandonen por unos momentos el frío escandinavo y pongan rumbo a la soleada California. Volvamos hasta la edad de oro de la maldad, las mujeres fatales y los camareros psicoanalistas. Agarren cualquiera de las novelas de Chandler, sírvanse un escocés o un martini, propinen un puntapié al aséptico taburete Ikea y recuperen el viejo sillón del abuelo. Algo de Tom Waits estaría bien, pero a bajo volumen. Y sumérjanse en la lectura.
Ya les veo sonreír.
Me gustan las chicas suaves y brillantes, fuertes y cargadas de pecados.
-Esas lo llevan a uno al infierno-replicó Randall indiferentemente.
-Seguro ¿En qué otro sitio he estado yo nunca?
Philip Marlowe, en Adiós, muñeca
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