Más sobre la última película de Darren Aronofsky y las bondades de pararse a mirar.
Es de mentira, pero duele.
Hasta hace poco no era infrecuente tropezarse con ellos incluso en nuestras televisiones europeas: unos tipos forzudos, anabolizados, el poderoso torso al descubierto, embutidas la piernas en mallas de brillantes colores y siempre caracterizados con algún otro elemento de carnaval, simulando esperpénticos combates en algo parecido a un cuadrilátero, frente a algo parecido a un público compuesto de algo parecido a personas civilizadas.
Ni el abigarramiento del show a la americana, ni el morbo de la parada de los freaks, ni la básica pero efectiva dramaturgia de los combates conseguían que este espectador, más allá de la perplejidad inicial ante manifestación tal de la cultura dominante, se detuviera en el espectáculo. ¡Cuántas veces ha zapeado de largo, dedicando a los luchadores y a la masa vociferante apenas un amago de pensamiento despectivo! No, definitivamente no era el wrestling, esa burda parodia de la lucha, nada que mereciera su interés, como tampoco cabe pensar que sea la forma favorita de entretenimiento de Robert. D. Siegel y Darren Aronofsky, guionista y director respectivamente de The Wrestler (El luchador"). Y sin embargo, ellos sí se han detenido a mirar, y nos invitan a hacerlo. Pasen y vean: puede que merezca la pena.
La historia de Randy The Ram Robinson, una celebridad entrada en años cuyos momentos de gloria quedan dos décadas atrás, desdibujado como su propio personaje de videojuego frente a los héroes de consola de última generación, no es especialmente novedosa. Se inscribe en el género de los retratos de perdedor, de los dioses crepusculares empeñados en seguir exponiéndose a la luz familiar aunque ya agonizante de las candilejas. Pese a la soberbia actuación de Rourkey (con ese doble fondo de su propio declive personal, literalmente escrito en su rostro) y de Marisa Tomei, que levantan dos personajes acosados por un enjambre de clichés; pese al excelente trabajo fotográfico y a la contundente, por inmediata, por directa, puesta en escena de Arononofsky, esta vez libre de su vicio de afectación, la película es irregular, previsible (aunque también cabría decir verosímil, pues acaba ocurriendo, como en la mayoría de los casos y en la mayoría de las vidas, lo que cabe esperar), americanamente cursi.
Y sin embargo, es difícil no experimentar ante sus imágenes una rara sensación paramnésica, vinculada con las primeras revelaciones cinematográficas, con la fascinación que despierta el cine bien hecho.
En efecto, si consideramos buen cine aquel que nos hace detenernos en una realidad en la que no habíamos reparado, que nos impulsa a examinar nuestros prejuicios, que nos obliga a mirar con más atención y, por tanto, a vivir más atentamente, The Wrestler es cine del bueno.
El rectángulo opaco se ilumina y es una ventana (en las casas del cine se entra siempre por la ventana) que nos deja asomarnos a un mundo que solía ser ajeno, hostil, consabido o falto del menor atractivo; una ventana que se traga nuestra mirada y nos devuelve una emoción o un pensamiento, porque la pantalla en que se mueve una persona figurada es espejo, y la mirada que llega a ella y regresa, un ejercicio inevitable de reflexión.
¿No es este el privilegio del arte de las sombras fugaces, permitir un acercamiento singular no ya a lo que ignoramos, como tal vez en este caso, sino sobre todo a lo que creemos conocer mejor? Al prodigio de la captura de la realidad en un soporte fotográfico sigue el milagro de contemplarse uno mismo saliendo de la basílica del Pilar en Zaragoza, parándose a pensar en ese mero hecho de salir caminando de misa de doce como fenómeno estético o simplemente tomando conciencia de un acto apenas percibido en el momento exacto de realizarlo.
Conviene a veces, por lo tanto, detenerse a mirar.
¿Quiénes son, pues, estas otras gentes, a priori tan poco interesantes? ¿Quiénes son estos luchadores de wrestling, mitad acróbatas, mitad actores, matones de circo que ejecutan violentas coreografías, movilizando su potencia en un combate falso, amañado, fingido pero doloroso, ficticio pero destructivo? ¿A qué se debe este espectáculo que congrega a multitudes frenéticas? ¿Es otra más de las muchas válvulas lúdicas que liberan nuestra agresividad reprimida? ¿A qué necesidades o pulsiones responde? ¿Qué nos revela de sus concelebrantes, de nosotros mismos, de la sociedad que lo produce y lo consume?
Detrás de estos interrogantes más o menos sociológicos, así como en la exploración respetuosa de un héroe como todos ungido y devorado por los mismos que lo veneran, la curiosidad de guionista y director ha encontrado un filón narrativo que se esconde igualmente debajo de cualquier otra actividad humana: cada vida puede contarse, universalizarse, entenderse como metáfora de un devenir común. Sin recrearse en lo grotesco ni en los aspectos más pintorescos o bizarros del entorno en que se desarrolla el relato, los autores han sabido pulir su veta de material dramático dejando al descubierto las facetas más compartibles: la dilapidación del cariño y del éxito, la soledad, la incapacidad de cambiar, el anhelo de la redención del amor, la enfermedad, el envejecimiento, el deterioro, la muerte.
De esta forma, la película nos interpela a todos y es fácil ponerse en la piel de sus protagonistas; nuestra juventud se marchita como la de la bailarina-obrera sexual-madre que ve peligrar su oficio y los golpes que recibe el viejo luchador (que no sabe hacer otra cosa que recibirlos) impactan en un cuerpo que se duele como si fuera nuestro. Detrás de ellos, entonces, estábamos nosotros. Sólo había que pararse a mirar, entrar en la oscuridad de la sala para descubrirlo. Y, ¿no era esto aquello del cine, ese antiguo, mágico invento?
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