A medida que nos adentramos más irremediablemente en sus turbias entrañas, descubro que la crisis que padecemos es lo más parecido que conozco al naufragio de un barco. Las ratas son las primeras en abandonar la nave que ellas mismas se ha encargado de hundir.
Imagen: yagoarbeloa.com
Debo reconocer de antemano que soy bastante lego en materia económica, pero cualquier observador medianamente avezado advertirá esa huída hacia el vacío con tan sólo seguir el hilo de las manifestaciones de los prebostes del mundo empresarial en los medios.
Cada vez que se produce una de esas jodidas crisis cíclicas, el sistema capitalista se encarga de que tengamos claro desde primera hora algo que es de cajón en su manera de entender la sociedad en que vivimos: ellos no pueden perder nunca.
Mientras los demás mortales nos deshacemos de lo prescindible para seguir subsistiendo de mala manera, a ellos lo único que les obsesiona es no perder beneficios, que es la mejor manera de no perder nada y continuar ganando.
Las crisis capitalistas están diseñadas de fábrica para que las paguemos quienes sustentamos el sistema, la base sólida sobre la que descansa esa plusvalía de moral indecente que denominamos trabajo por cuenta ajena. Los trabajadores somos quienes generamos las riquezas para el consumo global y quienes hemos de consumirlas al mismo tiempo para que esa sinergia permita el enriquecimiento de unos pocos. Y lo peor es que, para que este ruin sistema continúe funcionando, no sólo es una exigencia que ellos no pierdan, sino que han de seguir ganando lo mismo mientras los demás se aprietan las vestiduras.
Por eso, en cuanto la cosa comienza a ponerse fea de verdad y las aguas empiezan a inundar la cubierta expulsando las ratas al océano, comienzan las declaraciones alarmantes de quienes ha dirigido la embarcación con pulso dubitativo y se exculpan arrojando el peso de la culpabilidad sobre los más débiles e indefensos.
Sólo así se entiende que los responsables del rumbo de la travesía se atrevan a pedir en público que les salga gratis despedir a la tripulación por el delito indecente de cumplir a raja tabla sus órdenes, que el responsable de fiscalizar la actuación indecorosa (y por ende responsable directa de la existencia de la crisis) del patrón más importante del navío, lejos de asumir sus errores, impute de nuevo a la tripulación sus consecuencias, o que, en el colmo de los colmos, el máximo gestor del club donde los capitanes de navíos se reúnen para echar sus partidas de mus exija que la crisis la pagarán entre la tripulación, los viajeros del barco y los ciudadanos en general, pero en ningún caso ellos.
Pero, sin duda, lo que más sorprende de todo este embrollo es que, con patrones así, el barco sea capaz de alcanzar algún puerto, a no ser por la destreza, la honradez y la profesionalidad de una tripulación que no se merecen.
Porque lo que la realidad pone de manifiesto bien a las claras no es otra cosa que somos como torpes marionetas en manos de usureros sin escrúpulos.
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