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El pintor que sufrió América 

Actualizado 28-01-2009 17:21 CET

José Malanca fue un ícono de la pintura posimpresionista. Estuvo al frente de la Reforma Universitaria. En 1923 se fue a Europa y trabajó como cronista. Dirigió un partido entre Ávila y Segovia. Tuvo discusiones con Diego Rivera. Fue amigo personal de Gabriela Mistral. Y formó parte del grupo Amauta, junto con el intelectual peruano Juan Carlos Mariátegui. Murió en 1967 en un pueblo de la provinicia de La Rioja, a donde había llegado con su Ford 31, para pintar el mundo que tenía en pecho.

“Pintaba manchas sobre plaquitas de cartón. Luego se los daba a mi mamá y le decía ‘estos son los billetes que vas a tener para cuando yo muera’”. La voz de Alicia Malanca suena cándida y el recuerdo de su padre se le va enroscando a un costado del ojo. Por donde caen las lágrimas. Aunque en esta mañana no hay lagrimas. Tal vez porque José Malanca haya sido de esas personas que no ameritan un llanto. O tal vez porque la sequía dio paso a la risa, y sea mejor repasarlo en las rutas de Europa o América, durante sus viajes de becario. Pintando hasta el dolor. Para dejar registro de la luz campiña de Italia o el rojo parturiento de Cusco. O cuando de pequeño fue en busca de su primer verde. Allá a lo lejos por el 1900. En San Vicente, un barrio de artistas cordobeses, al sur de la Docta. El de las casas bajas y el carnaval florido. Malanca, el mismo que abrazó las causas del peruano Mariátegui. Que supo escapar del rodeo discursivo de Diego Rivera e internarse en la amistad franca de Gabriela Mistral. Y que un buen día decidió irse a pintar al norte argentino, sabiendo que la muerte de julio no iba a perdonar ese descuido. Muy a pesar del clamor de su mujer, Blanca del Prado, le urgía pintar. Dejar dentro de una tela el escaso y maravilloso mundo de la gente común. Y eso hizo.


El cronista

José Américo Malanca, despertó el 10 de diciembre de 1897, en San Vicente. Por ese entonces el barrio era un sembradío de quintas y de idiomas. En el comedor se oía el italiano que habían traído sus padres de Toscana y Venecia, cuando aún no soñaban con tener cinco hijos. Malanca era inquieto. De muy pequeño lo atraparon los colores. La inmensidad que escondía la naturaleza. Esa rara extensión de nada que contenía una historia. Y comenzó a pintar en el patio de su casa y los barrancos aledaños. Al tiempo que vendía telas para aliviar la viudez de su madre. Cuentan que fue el maestro Alejandro Carbó quien le regaló sus primeras herramientas de trabajo: una caja de pinturas y una paleta, que conservó hasta el fin de sus días. Las mismas que años más tarde utilizaría para congelar la serie de cuadros, Las Cuatro Estaciones. Acaso la obra que
Luego de cursar la escuela primaria en el Colegio Santo Tomás, ingresó a la Academia Provincial de Bellas Artes. Cuando recibió el título, tenía expuestas algunas acuarelas en el Salón Fasce de Córdoba y el hombro dispuesto de uno de sus descubridores: Emiliano Goméz Clara. Sin embargo un acontecimiento esperado viró su andar. En 1918, ese hombre alto y robusto, de ojos celestes, lideró el frente de combate de la Reforma Universitaria. El logro repercutió en la vida de Malanca. De ahí en más todo fue supino. Cuatro años más tarde recibió un premio por su obra Huertas en las Sierras y entabló una amistad con uno de los padres de la pintura serrana: Fernando Fader. Pero una beca otorgada por el gobierno provincial, lo depositaría en el viejo mundo, junto a los artistas, Francisco Vidal, Héctor Valazza y Antonio Pedone. Corría 1923, y Europa se abriría medieval. Lejana.
Antes de embarcar, la familia Remonda, dueña del diario La Voz del Interior, lo nombró corresponsal viajero: su intento periodístico quedó a media asta. “Yo creo que no se animó a escribir por su escasa preparación académica. Entonces enviaba dibujos”, dice Alicia Malanca. En Europa afinó su técnica y realizó una profusa formación cultural.
Aunque no todo fue pintura. Su pasión por el deporte lo llevó a dirigir un partido de fútbol interregional entre Ávila y Segovia. Luego atravesó Italia, Austria y Suiza. Allí cayó rendido ante una retrospectiva de Giovonne Segantini, su gran influencia en la década del ‘20. Pero no hacía pie, y decidió volver. El plan de caminar América Latina, conocer su arte y sus costumbres, había empezado a sonar cada vez más fuerte en su cabeza. En Toscana quedaba un premio y algunas crónicas en los diarios locales sobre su capacidad para encontrar luz, en donde sólo había oscuridad.


Las tres Américas

Malanca regresó de Europa en 1926 y se presentó nuevamente a la beca. Ahora el destino era otro. “A mi papá lo golpeó América igual que, años más tarde, lo golpearía a el Che”, explica Alicia. “Toda esa humanidad doliente que transita por esos lugares; porque mi papá no fue un simple documentalista. Si no que los paisajes tenían que tener un sentido para ser pintables”. Y así fue. Malanca quedó atrapado por las faldas de esa América precolombina y colonial. Refulgente y sufrida. Algunos de los cuadros reflejan ese estadio: Quebrada azul (1927, Bolivia) y Plaza de las nazarenas (1930, Cusco), entre otros. Pero también por la problemática social que rodeaba al hombre del altiplano. Por ese entonces, Perú era el búnker de los intelectuales que discutían los temas indigenistas y trazaban los ejes de una América unida. Al tiempo que luchaban contra la dictadura de Augusto B. Leguía.
Sin perder el pulso el pintor logró conectarse con el grupo Amauta, encabezado por José Carlos Mariátegui, con sede en Lima. Y abrazar las causas americanistas. Aunque los intelectuales terminaron por fastidiarlo y decidió marcharse, sin perder su sello: hacia 1929 Malanca era un amauta más. Lo esperaba Cuba, EE.UU y el México pos revolucionario. Allí trazó una profunda amistad con Gabriela Mistral, rompió definitivamente con los muralistas mexicanos, a la sombra de Diego Rivera, y divisó el final de su raid. La América colorida y silenciosa permanecería en sus frescos. Que no eran otra cosa que el retrato sensible, de ese hombre que, en 1928, volaba en el primer vuelo comercial, uniendo las ciudades de Arequipa con Lima, atado con sogas al asiento de una avioneta. Y que ahora, enviado por Mariátegui, iba detrás de su destino.


El muerto de todos

Malanca entregó las cartas a la poetisa peruana, Blanca del Prado. Fue su primer encuentro. Intercambiaron unas palabras. Ella le preguntó por Mariátegui. Él por Chile. En 1930 estaban casados por civil. Pero el golpe de estado en contra de Irigoyen, desterró la venta de dos de sus cuadros y la economía tambaleó. Malanca trabajó un tiempo en Cuchicorral (Córdoba) como capataz y luego, tras la gestión de algunos amigos preocupados por el futuro de su pintura, fue nombrado curador del Museo Caraffa, en la capital serrana.
En el despunte de 1949 comenzó, con La primavera, a proyectar Las cuatro estaciones: una serie de cuadros en el que propuso un “estudio de la luz de un mismo paisaje, según cada estación del año”. El invierno estuvo finalizado cinco años más tarde. En el camino habían quedado El verano y El Otoño. Todos pintados en la quietud de su quinta, ubicada en La Estancita, a 15 kilómetros de Río Ceballos.
La vida parecía afinar con el silencio, hasta que un día de julio la fatalidad avanzó más de lo previsto. Malanca probó su Ford 31 y se marchó hacia Catamarca. Necesitaba pintar. Acaso como si no quisiera dejar pueblo sin color ni forma. En su paso por La Rioja divisó un caserío en la punta del cerro: Angulos. Y subió. Era viernes y en Córdoba lo esperaban para festejar una fiesta peruana. Pero olvidó ese detalle. El 31 de julio de 1967 se levantó de su catre, saludó al comisario y salió a pintar. Fue la última vez que el sol le pegó en pleno rostro. “Mi marido fue a buscarlo con una ambulancia. Pero cuando llegó, el pueblo se le atrincheró. Le habían fabricado un cajón con álamo y lo velaban en la iglesita, y algunas personas le decían, que no se lo iban a dar, porque el muerto era de ellos”, recuerda Alicia. “Después, cuando por fin logró sacarlo, la misma gente se paró a un costado de la calle para despedir a ese muerto ilustre, mientras a lo lejos se escuchaba el campanario”. Había muerto Malanca, uno de los mejores pos impresionistas de nuestro país. Dejaba tres hijas y miles de cuadros. Algunos de gran valor. Otros pequeños. Tan pequeños como los cartones que solía pintar para su mujer, vaticinando que algún día serían billetes. Y entonces, ella le cebaba unos mates en la cocina de la quinta y él se detenía un instante para mirarla a los ojos.

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