Las noticias sobre los bombardeos en Gaza no paran, y las noticias sobre muertos se suceden. Más de mil palestinos muertos, entre los cuales 350 son niños. Cada uno, una historia; cada uno, una tragedia. Como la de Suleiman Baraka, un astrofísico palestino, que, durante su trabajo para la NASA en una universidad de Estados Unidos, recibió la noticia del bombardeo de su casa y la muerte de su hijo Ibrahim, de 11 años.
Mientras todos los grandes medios de comunicación norteamericanos recogen sólo el punto de vista israelí, la cadena alternativa Democracy Now mostraba el viernes una entrevista con el desconsolado padre, describiendo cómo se cortó la conversación telefónica mientras su familia le contaba que estaban bombardeando la zona, cómo tras diez horas de incertidumbre recibió la noticia de las graves heridas, cómo pudo acompañarle en el último momento en Egipto, donde el niño fue atendido, pero no pudo participar en el funeral en Gaza, de donde sólo se puede salir con graves heridas, y sólo se puede entrar en un ataúd. Cómo perdió su casa, y las de sus hermanos, y ahora la familia se encuentra sin refugio. Cómo fue destruido el telescopio donde enseñaba a los niños palestinos que hay algo más en el cielo que aviones y helicópteros militares.
Es fácil verse abrumado por el odio y la tristeza, y Suleiman Baraka lo expresa bien, cuando se pregunta cómo puede convencer a su hijo menor, que ha presenciado el horror, de que mantenga la cabeza fría.
El Estado israelí utiliza a menudo como línea argumental la afirmación de que las críticas a sus acciones violentas son una muestra de antisemitismo. En mi caso no hay ninguna posibilidad: los personajes históricos no hispánicos que más admiro son todos judíos. Y está claro que los judíos más lúcidos fueron los primeros que se dieron cuenta de que un estado nacional hebreo no sería un oasis de paz, incluso aunque mostraran alguna simpatía al sionismo o se sintieran solidarios con él. Es el caso de Einstein, que mostró a menudo claras reservas a un estado puramente judío.
También es el caso de Zamenhof, el creador del esperanto, cuyo sesquicentenario se celebra este año. Hace dos años se publicó el libro Soy un ser humano (Mi estas homo), una recopilación de textos que mostraban su ideología. Como recogía en una reseña en tal momento, Zamenhof fue en su juventud un pionero del sionismo, creador de una de las primeras organizaciones sionistas; también fue un estudioso del idioma judeo-alemán (yidish), del que escribió una de las primeras gramáticas. Pero pronto se convenció de que la creación de otro nacionalismo más no garantizaba la paz para los judíos, y llevaría a batallas con los habitantes previos de aquella tierra. Es más, y en esto también fue lúcido, preveía que se incrementarían los enfrentamientos entre los propios judíos, entre ortodoxos y liberales, entre religiosos y seculares, entre judíos procedentes de distintos países y tradiciones culturales. En consecuencia, Zamenhof prefirió trabajar a partir de ese momento en la formación de puentes por encima de lenguas, culturas y religiones, en vez de crear estados y fronteras.
Tampoco se puede echar la culpa a los judíos actuales. Muchos de ellos se siguen oponiendo a esta barbarie, y la propia web Democracy Now, que hemos referenciado antes, incluye a menudo testimonios de judíos, tanto israelíes como norteamericanos que se sienten avergonzados de lo que el gobierno está haciendo en su nombre. De la misma forma que numerosos árabes, a pesar de todo, condenan las acciones de Hamas y su política fanática y racista.
Hay que acabar con esta barbarie. No puede haber un Ibrahim muerto más, no puede acabarse con las esperanzas y las visiones de futuro de toda una generación. Suleiman Baraka lo expresa bien: es necesario acabar con la ocupación, sólo así se puede conseguir legitimidad.
Ningún judío puede estar de acuerdo con los etnocidios y los guetos. ¿Cómo pueden hacerlo sin traicionar la memoria de los que murieron en el holocausto?
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