Zafir está nervioso la noche antes de la partida. Sus manos tiemblan ante la incertidumbre de saber si está haciendo lo correcto. Muchas dudas, demasiado vértigo. Su piel oscura se deja ver por los jirones de una camisa marrón golpeada por el tiempo. Su pantalón pirata y sus sandalias eternas completan su pobre vestuario. Una gorra del color de su piel esconde una cabeza menuda con pelo corto. En su pequeña mochila, atada bien al hombro, el sueño de ser alguien al otro lado del charco.
Miradas perdidas y esperanzas ahogadas
La patera tiene programada su salida a la 1 de la madrugada. Zafir irá con más de 90 compañeros de viaje sobre una tabla de madera astillada pintada en lo que algún día fue de color azul. En ella hay hombres, mujeres y niños. Todos jóvenes, todos con la misma ambición que Zafir, que ha pagado sus últimos 1.000 euros trabajados en el campo de sol a sol. Su billete de preferente lo sitúa algo alejado del borde del cayuco por lo que pudiera pasar. Las horas serán largas y el charco profundo. Unas 100 millas separan el Sáhara Occidental del que piensan que es el mundo civilizado. Todo o nada. Fortuna o desdicha.
No pueden llevar nada en sus mochilas ligeras. A mayor peso, mayor gasoil; cuantas más cosas más riesgo de hundimiento. Tan sólo se les permite un ridículo saco de arroz prensado. Todo está pensado al límite en éstos viajes desesperados. Los sueños apenas pesan aunque aquí hay que pagarlos.
Zafir se despide de su gente. Él promete un hasta luego pero sabe que la despedida será larga. Tal vez eterna y definitiva pero su recién nacido, Fabrice, no tiene nada que echarse a la boca. Al otro lado sobra demasiado y Zafir quiere enviar lo que buenamente pueda para sacar adelante a los suyos. Su mujer es preciosa. Demba es negra, tiene ojos oscuros y labios perfectos. Se enamoró de ella en uno de los campos de arroz donde trabajaron codo a codo. En uno de los descansos sus ojos saciaron el hambre al verla y desde entonces se prometieron amor eterno. Sus gestos de complicidad y sus guiños no tienen nada que envidiar a las de cualquier pareja en Madrid, París o Berlín. Y una noche, cansados de la jornada y agotados por su vida decidieron no pensar. Solamente sentir. El pequeño Fabrice vino después.
Antes de partir, en un portal olvidado plagado de miserias la pareja se abraza. No hay palabras, sólo sentimientos. Los ojos de Zafir, grandes y marrones, empiezan a enrojecerse. El miedo y el temor de su viaje lo tienen aprisionado. Ha perdido demasiados amigos que no han vuelto para contarle de qué color es el primer mundo y a qué saben los alimentos de los otros. Su mujer también lo sabe y por eso, antes de partir, le dice soltando sus dedos: no te pierdas por el camino
Abandona aquellas calles llenas de cartones. La suciedad apesta a dejadez y los enfermos se apilan en las esquinas. Muchos están mutilados por guerras y armas pagadas y creadas por nosotros. Se fuma lo que se puede para olvidar que se existe, se inhala pegamento a todas horas. Todos observan a Zafir; saben dónde va pero dudan de su regreso. Quién sabe si llegará siquiera. Silencio y oscuridad. No se escucha nada más que el destino mandando sus últimas consignas.
El frío de Zafir sale en forma de vaho por su boca. En la orilla todo está perfectamente planeado. Los responsables del viaje actúan mecánicamente; los viajeros no son más que mercancía y les obligan a comportarse como tal. Obedecen sumisos a las órdenes de los viejos que les arengan las últimas instrucciones del viaje. En la embarcación irán 4 patrones, responsables de llevar a buen puerto las esperanzas de los desdichados. Algunos de estos patrones, pescadores de aldea sin trabajo, asumen el timón a cambio de no pagar el peaje; otros se dedican a ir y venir. El último mandamiento que ofrecen es claro: ante la necesidad, todo vale.
El humo del cayuco ensucia el agua mientras todos rezan a sus dioses para que todo salga bien. Los soñadores suben ordenadamente y ocupan su lugar. No hay tiempo que perder. Las corrientes parecen favorables y alguien ha prometido que la policía descansa. Horizonte despejado.
Todos clavan la mirada hacia delante. Curiosamente nadie mira para atrás mientras la barcaza se aleja de la orilla; tal vez, si lo hicieran, se tirarían al agua para volver. Pero ya no hay vuelta atrás, el viaje a quién sabe dónde acaba de empezar. Zafir no lo sabe pero en lo alto de un montículo está Demba, su mujer, para despedirle. Una lágrima se le escapa; no de pena sino de rabia. Ella sabe que también tienen derecho a un plato de comida, a una ropa que abrigue y a una vida a la que sonreír. Nosotros estamos demasiado lejos para saber que allí la esperanza se desvanece cada minuto. Les hemos desterrado a los infiernos para poder gozar del paraíso. Y mientras ellos miran hacia delante nosotros lo hacemos para otro lado. ¿Por qué seguimos sin escuchar? porque sentiríamos vergüenza, seguro.
El frío en aquella barcaza se inyectaba en la piel de Zafir y sus compañeros de viaje. Un frío que clava, que duele y que adormece conforme se va extendiendo por todo tu cuerpo. A través de dos frentes, brazos desnudos y pies descubiertos, poco a poco el cuerpo se hunde entre tiritones y cosquilleo. La circulación se congela entre la humedad del mar. Los ojos de Zafir vuelven a tornarse rojos. Esta vez no de furia sino de sufrimiento. Pronto, muy pronto, el paraíso empieza a nublarse. Tan sólo ha transcurrido una hora de proyecto pero ya empiezan las penalidades de un viaje largo, demasiado largo.
Las miradas de los tripulantes se vigilan en silencio. Nadie murmura. Todos tienen miedo de expresar miedo. Dos asientos atrás de Zafir hay una mujer embarazada. El tamaño de su barriga aventura unos 7 meses. No aguantará lo que queda de viaje. Omar, uno de los patrones, ha perdido el rumbo y naufraga en la ruta planeada. La marea está por despertar. Después de 4 días encerrada en su cayuco cae desolada: muerta de hambre y de frío. Ella y su hijo. Peso muerto que no sirve de nada. Los peces sabrán qué hacer con sus cuerpos consumidos por la vida siniestra que les ha ido a tocar. Zafir sabe que las últimas palabras de aquella madre absolutamente desesperada, que lo único que buscaba era un futuro mejor para su alma, fueron a su pequeño: perdóname.
Zafir empieza a contemplar visiones. Muchas veces se engaña con ver tierra a la vista pero no es más que su propia desesperación, que habla por él. Sin comida y sin bebida su fuerte cuerpo se aferra al sueño de pisar pronto suelo firme. Además de la mujer embarazada hay 4 personas más que han tenido el mismo destino y fueron arrojados, horas antes, a los caprichos del mar; 15 siguen con pulso aunque prácticamente desmayados. Zafir lucha con su cuerpo, tiritando y con lágrimas en los ojos. Es consciente que el poco tiempo que le queda encima del cayuco va a ser eterno. Demasiada hambre, demasiada sed. Demasiada miseria la que arrastran.
Cada uno de los supervivientes imagina un país lleno de oportunidades. Para nosotros, desde ése mundo, una oportunidad es una ocasión para convertirnos en ricos y poderosos; para ellos, en cambio, es una ocasión para trabajar y prosperar. Tan sólo aspiran a vivir, algo tan fácil y tan difícil que apenas podemos explicarlo desde nuestro sofá caliente y nuestro mando a distancia. Cambiamos cuando no nos interesa el tema.
Zafir no puede más, está exhausto. Sus ojos se entrecierran pero su mirada sigue fija. Sufre convulsiones y vómitos pero él los calla. No quiere ser peso muerto. Aquí, dentro del cayuco, nadie puede ser un estorbo. Él intuye que el final se acerca y por ello resiste con más esperanza que fuerza. Tal vez ni se pueda levantar cuando llegue el momento; sus piernas están entumecidas.
Después de 9 días de travesía, perdidos en un mar bravo, algo se vislumbra a lo lejos. Uno de los ocupantes emite una especie de sonido, sin apenas abrir la boca porque apenas puede hablar. Su habla está congelada. Quizá por la emoción, tal vez por el miedo; seguro que del frío.
Nadie está despierto y tampoco nadie duerme. El viaje ha pasado factura en unos cuerpos ya castigados desde que nacieron. Zafir logra entornar un ojo y de manera borrosa ve algo. Esta vez no es ninguna ilusión aunque él piensa que es una pesadilla. Al fono no ve tierra; sólo se distinguen luces en movimiento. La Guardia Civil va a poner fin al sueño de ser alguien.
Los ocupantes saben que han pillado a los inmigrantes, al extranjero. Todo acaba sin apenas empezar. Tanto sufrimiento a cambio de unas esposas. Una vez más la suerte pasó de quien la busca.
Zafir ha sufrido mucho hasta llegar aquí; no tanto por el viaje en cayuco. Desde bien pequeño ha trabajado en campos y en minas sin mucho a lo que aspirar. Comer era un privilegio en el barrio donde crecía; sobrevivir al día a día era una hazaña. El hambre, la enfermedad o la violencia podían acabar contigo cada tarde en menos de lo que tú tardas en cambiar de canal. Así se mal vive en el infierno, a golpe de tridente.
Consciente de haber depositado todas sus esperanzas, y todos sus ahorros, en aquella barcaza; sabiendo que no podría llevar nada a casa más que cardenales de frío, y tocando con sus manos arrugadas el desencanto del fracaso, Zafir se dejó vencer. Hizo un último esfuerzo que le pareció el más grande de todos los que había hecho en sus 27 años de vida. Cerrando los párpados para ver a su preciosa Demba de nuevo, se dejó tragar por el agua. Se terminó su sacrificio. Peso muerto.
Pasados algunos telediarios, el viaje de vuelta sería más cómodo. En avión y encerrado por una caja que rezaba: INMIGRANTE NÚMERO 13, Zafir volvía para, por fin, descansar de una vez por todas. Nadie le esperaba al final del cayuco y tampoco nadie le esperaba al principio. Nació solo y murió solo. Sus ojos ya nunca volverán a arder de rabia.
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