De Calderón de la Barca. Con: Fernando Cayo, Ana Caleya, Jesús Ruymán, Daniel Huarte, Chete Lera, Joseph Albert, Victoria dal Vera, Víctor Anciones, Pedro Cuadrado, Joseba Gómez y Samuel Señas.Compañía Siglo de Oro de la Comunidad de Madrid. Versión: Pedro Manuel Víllora. Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente.Teatro Albéniz, Madrid. 5 de diciembre de 2008.
La vida es sueño es la síntesis más acabada de la dramaturgia calderoniana y por ende de todo el teatro barroco español, une a la fuerza de la idea y a la habilidad constructiva la exuberancia del verso y de la imaginería culteranas a las que eleva a cotas no alcanzadas por ningún otro dramaturgo español; es, por tanto, el mayor reto al que puede enfrentarse un director de teatro y del que muy pocos salen indemnes. Pérez de la Fuente, al frente de esta joven formación, la Compañía del Siglo de Oro de Madrid, integrada por un elenco muy motivado y pletórico de recursos, y secundado por un solvente equipo artístico ha conseguido la proeza. Mi entusiasta enhorabuena.
Apoyado en una pulcra y respetuosa versión de Pedro Manuel Víllora, que ha podado algunos elementos espurios de la trama principal y de la secundaria, Pérez de la Fuente parece haber concentrado todos sus esfuerzos en hacer comprensible a un espectador de nuestro tiempo lo que a mi juicio es una de las ideas fuera de la obra, su valor fundamental, quizá, desde el punto de vista estrictamente dramático: la transformación anímica y espiritual de Segismundo, motivada por los raros sucesos que le acontecen en la pocas jornadas de su existencia que la obra dramatiza. A lo largo de los episodios que jalonan esta tan intensa como extraña peripecia se descubre la profunda humanidad de un personaje que es a la vez símbolo, anticipo de una modernidad donde se van a derrumbar todas las certezas sobre lo real, y un ser concreto, impetuoso, osado, honorable, necesitado de ternura y consciente de todas sus prerrogativas, empezando por la primera: el ejercicio de su libre albedrío.
Al fatalismo de Edipo de Sófocles, cuyo destino se cumple inexorablemente, Segismundo opone el imperio de su voluntad inquebrantable, y al carácter dubitativo, débil y taciturno de Hamlet -otro de los personajes literarios con los que Segismundo guarda innegables similitudes-, una fortaleza de ánimo y una vitalidad arrolladora, capaces de superar cualquier obstáculo. Quien presta cuerpo y voz a esa fuerza desatada de la naturaleza, un compuesto de hombre y fiera, que arrostra con entereza y frialdad encomiables los bruscos vaivenes de su azarosa fortuna es un espléndido Fernando Cayo en estado de gracia, que hace de este Segismundo una creación antológica. Ni un ápice de sobreactuación en los versos rotundos de sus conocidos monólogos, ni de desmesura en su conmiseración por su desgracia, en su fascinación por Rosaura o en su implacable juicio contra el padre. Él es el protagonista absoluto, es el centro de gravedad en cuyo derredor giran el resto de personajes como polillas alrededor de la luz. En particular, Estrella y Astolfo parecen personajes de opereta (quizá demasiado marcado el contraste entre ellos y Segismundo, demasiado evidente; aunque en efecto su rol está subordinado al asunto principal), pero también Basilio (Chete Lera) con su atuendo y larga melena de nigromante y su majestad un tanto afectada, inseguro como padre y derrotado como rey. Hay con todo un buen encaje del personaje por parte de los intérpretes.
Espléndido trabajo actoral hay también en la creación de los restantes personajes principales, que en la órbita de Segismundo, parecen tener mayor espesor psicológico. Clotaldo (Jesús Ruymán) se debate entre el amor a Rosaura y la lealtad a Basilio, su continente serio y reservado esconde unos sólidos principios morales que no está reñidos con la discreción y con el afecto que dispensa a Segismundo. Clarín (Daniel Huarte) es algo más que la mera figura de donaire lopesca; cuando conoce a Segismundo se convierte en intérprete de su alegrías, tristezas y cogitaciones, y aún tiene tiempo, antes de morir de ejercer de filósofo; y en fin, last but no least Rosaura (Ana Caleya), tras cuyo frágil hieratismo de cariátide esconde la dignidad de una hija ofendida, el despecho de una mujer engañada, los celos hacia su rival o la furia vengativa del soldado. Alguna de las escenas en las que participa, junto a los soliloquios de Segismundo, son sin duda lo mejor de la obra.
Vestuario y ambientación son atinados, y coherentes con una escenografía sobria a la que una iluminación efectista saca un partido extraordinario; hay un cierto halo de misterio y un punto de grandeza épica acrecentados por la tonalidad, ora mística ora guerrera de la música y no faltan cuadros de marcado tinte ritual al que los montajes de Pérez de la Fuente nos tiene acostumbrados.
Gordon Craig.
5-XII-2008
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