Llenar el vacio

En estos días, hay una imagen que se abre paso en mi habitación a través del hueco que dejan las cortinas. Se trata un hombre, africano, algo más joven que yo, que se mueve con agilidad felina por los andamios instalados en el edificio que está enfrente de mi casa. Están de obras, meten mucho ruido y han levantado una enorme estructura que cubre la fachada. Se diría que van a renovar la vieja cara del inmueble a base de rodillo y pintura.

El chico negro del casco blanco parece ocupado. Concentrado, sube y baja las frágiles escaleras que conectan cada piso del ensamblaje. No adivino, a ciencia cierta, qué es lo que hace exactamente, pero no para de moverse. Cargado de aparente indiferencia, planta cara a la tragedia de un posible resbalón con la exigua protección del trozo de plástico que cubre su cráneo. Mientras, yo me permito el lujo de holgazanear unos minutos más en la seguridad de mi cama, antes de levantarme y enfrentarme a mis propios peligros, que serán, probablemente, mucho más etéreos, más abstractos.

Cuatro pisos más abajo se despereza ese sitio donde las cosas suceden. El lugar donde habitan los negocios y la gente se enamora. Donde los niños juegan y la policía pidé carnés de identidad.

Y entre medio no hay nada. Nada aparente entre el hombre del andamio, la calle y mi habitación. Tan sólo el vacío de la mañana.

No hay nada más. Sólo el frío vacío oteiziano que permite a las notas de un contrabajo expandirse mientras todavía resuenan los slogans de la última manifestación. Ese enorme vacío parece ser lo único que nos conecta. Pero ya es algo, es mucho. Son las posibilidades las que conforman el vacio aparente y lo llenan. Lo desbordan de opciones. Es la representación de lo posible, el escenario dispuesto para aquello que puede acontecer. Puede que sea sencillamente todo, para quien tenga puestos los ojos de ver.

Maleski